domingo, 14 de julio de 2013

De sus piernas a mi boca

Y miré a mi alrededor, con la cabeza adolorida y todavía mareado, pero no pude ver nada que llamara mi atención. Me escondí entre la penumbra, que otorgaba mi persiana, de la euforia del día soleado. Me mantuve por horas aletargadas con el malestar bien ganado de la noche anterior y con el recuerdo de sus piernas de muchos días atrás. Me bebí, como correspondía, los restos de alcohol que quedaban entre latas y botellas, para luego caer sumiso ante los caprichos de mi cuerpo imposibilitado y, de nuevo, recordé sus piernas.

No fue una buena idea, no tomé las decisiones acertadas. No supe, ni sé, cuándo debí parar. Mi espalda dolía, la garganta no respondía y mi labio inferior ardía, ausente de mordeduras. Era un cuadro clínico patético, era el cinismo típico que regresaba cada que intentaba acallar voces que todavía no sé de dónde surgen. Mi lecho de muerte truncado. Podía sentir cómo aumentaba mi miopía, cómo se evaporaba mi saliva, cómo se retorcían mis vísceras; el sofoco era insoportable y de nuevo, aparecía ella y el recuerdo del sabor de sus piernas aplacaba un poco la resequedad en mi boca.

El deseo y las ganas eran un tema confuso. La soledad, pero sobre todo la desolación, eran compañeras aún más amargas e ingratas, aunque mucho más cómodas. Yo, en proceso de putrefacción, agonizando por voluntad propia, y seguía pensando en ella. Era incómodo, además de vergonzoso.

Era ella, aquella tarde en mi cabeza, el delirio del maldito y el placebo de quien agoniza por una gripa insulsa. Era más fácil penar por extrañar su aroma e intoxicarme con su ausencia, que por el sufrimiento físico que no duraría más de dos horas.

Sólo de vez en cuando despertaba de la fantasía de su recuerdo; cuando era insoportable la incomodidad o cuando el calor empezaba a cocer a fuego lento mis sesos. Me quejaba, intentaba dormir, hablaba solo, me escondía entre mis cobijas, me obligaba a recibir la candidez del día veraniego, y volvía a refugiarme. Pero, de pronto, mientras volvía a cesar la pena, reaparecía el sabor de sus piernas y sanaba un poco la resequedad de mi boca.