viernes, 18 de abril de 2014

Cada día trae su afán

Lejos del aletargamiento de la semana mayor, la inactividad económica y el aparente voto de silencio producto del recogimiento espiritual, acompañado de un no tan leve tufillo anisado, pareciera que llegan días insurrectos, declarándose autónomos y soberanos de la hegemonía de la resurrección.

Pero ¿cómo desligarse de la semana en la que se recuerda la muerte y posterior resurrección del personaje más importante de la mitología occidental? Sencillo, acortando los tiempos de la pasión y condensando el vértigo emocional y sensible a escasas 24 horas. Sin entradas con palmas a pueblo alguno, sin lavatorios de pies, sin ahorcamientos, sin treinta monedas, sin desmedidas procesiones de ídolos inmóviles; matando a un narrador, luego de haber acabado con un bolero.

Algunos días la adormilada cotidianidad nos sugiere con descaro la perpetua duración de la ilusión en la que vivimos. Otros, más sensatos, pero escasos,  nos plantean una realidad distinta. La mañana llega con la partida y la lluvia amenaza sin dar la cara, el calor de la infancia nos deja claro que cada vez se encuentra más lejos y las voces dulces que la acompañaron van desapareciendo del espectro cercano. En la tarde, los ojos verdes de la interlocutora sirven de espejo para mirar hacia adentro, viendo un rostro distinto al propio, en un jugueteo de complicidad delicado y delicioso que anuncia la muerte del día y acompaña la del cronista que retrató el rincón del mundo que estos dos personajes han habitado.

La incertidumbre es la norma, cualquiera puede morir antes de que alguien nazca; cualquiera puede nacer antes de que alguien muera. Y los ojos verdes de aquel jueves acompañan cómplices, sonríen, cuestionan, se irritan, vuelven a sonreír y desaparecen.

Ya cuando el día no es más que noche, y la embriaguez es el sustento del extraño ecosistema, la fraternidad y celebración, propia de cualquier narración fantástica o algún un son montuno, dejan en claro lo que es la vida en un rincón del mundo entre dos océanos, al sur del progreso y al occidente de la cultura. La vida, la celebración de ésta, su fin o su reflexión cómplice y coqueta, se marchan con el narrador, el bolero, la noche, el alcohol, la celebración y los ojos verdes, para dar paso a un día sin tanto afán.