domingo, 11 de agosto de 2013

Tantas mujeres

No es casualidad que muerte, melancolía y noche sean palabras de género femenino; igualmente, no es casualidad que anhelo y grito no lo sean.

Caduco cíclicamente y cada que resurjo, es una de ellas quien sedúceme a desaparecer. Agradezco la intención.

Ya sea en ojos pétreos y oleaginosos, que desarman hasta mi más firme ímpetu. O, bien, en esos que más son ámbar que verdes; cándidos, cínicos, maliciosos, descarados, granujas, traviesos... ¡Ah! Cuán seductores son los ojos bribones de la melancolía. Ya sea en unos o en otros, doblegado, siempre caigo sin tesón ante ellas.

Y es que cuando no es alguna de ellas quien doblega mi voluntad, siempre aparece otra, sea la voz, sea la belleza, sea la razón, sea la insensatez, sea la lluvia o la mañana, siempre llega una mujer a recordarme que no soy autónomo, que no me valgo de mí mismo. Malditas sean, todas, malditas por abandonarme cada que les provoca; por dejarme ir, cada que se me antoja. Malditas todas las hijas de Zeus, de Eva y de Visnú.

Pero, aun con la fortaleza de todas ellas, no hay mujer más implacable, no hay alguna más detestable, no ninguna más adorada que la estruendosa provocación. Mujer, que es provocación; provocación, que es mujer. Es de cobardes abandonar una confrontación, pero es de estúpidos continuar una disputa, cuando no hay posibilidad de ganar. Saberse derrotado y continuar la lucha es de cínicos. El cinismo, por su puesto y por lo pronto, ha de ser hombre y yo, idiota que soy, he de ser un hombre cínico.

Les maldigo, mujeres. A todas ustedes les debo que en las noches no pueda dormir, no poder habitar este planeta sin mirar a mi alrededor. Les maldigo, agradecido por corroer plácidamente esta insípida voz.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Aquella noche

Aquella noche, entre la fatiga, se me camufló un soplo de gozo. A pocos días de haber sido presente el pasado, ya dudo recordar su rostro y creo que mi imagen de ella es más ficción que cualquier otra cosa. Y aun así, aquella noche encontré sus ojos en un rincón caluroso; emanando alcohol, sudor y ganas. Sedientos, inapropiados, cínicos, carentes.

Aquella noche, la censura no se me cruzó por la cabeza. La noche empezó sin saber quién era ella y, cuando termino, ninguno de los dos sabía quiénes eramos.

Me encontré mirándole a los ojos y por un par de minutos olvidé cómo hablar, quién era, en dónde estaba, qué sería de mi vida luego de esa noche. La conversación fue muy corta, el diálogo no lo fue. Me contó de su fascinación por el calor, de los caprichos de su cuerpo, de la nostalgia que siente, de sus intervalos para fumar cada tanto, de su poca preocupación; pero no me dijo nada acerca de ello. Fue mí dolor, mi pena, mi redención, mi emoción, mi sueño, mi perdición, mi muerte y mi aberración; a pesar de ello, si le preguntan al mundo, por esas horas ninguno de los dos existió. Aquella noche, no me contó cuántos hermanos tiene, ni cómo cocina su mamá; no me dijo cuántos hijos quiere tener, ni si desea envejecer, no sé cuál es su color favorito, ni como prefiere el café, pero la conocí tanto que, hoy, casi me siento culpable por involuntariamente olvidarle.

Luego, el recuerdo es un poco difuso. Sé que me despedí de ella cuando ya el sol, siempre tan inoportuno, opinaba que no deberíamos vernos más. No hubo despedidas, no hubo promesas, no hubo planes, no sé qué hizo al día siguiente, no sé qué hizo los días después; yo la miré por última vez, ya con sus ojos verdes sometidos a la violencia de luz matutina, y ella autorizó mi partida. Yo dejé uno de mis tantos últimos alientos de vida, ella dejó sobre mi cuello un frágil recuerdo de las yemas de sus dedos y oficialmente acabo aquella noche para los dos.

Aquella noche se llamo Leticia y nunca más volverá a llevar ese nombre. Nunca más la volveré a ver, a ella y a esa noche; a esa noche y a ella. A ellas dos, que fueron el mismo ser.