martes, 23 de octubre de 2012

Los días de las horas.

Las horas, por estos días, pasan de manera dolorosa. Ya no son excusa de ocio, ni siquiera de evocación; no son mías, ni de alguien, ni de ella, ni de nadie. Son penas y angustias que pasan una por una, cada una a su tiempo, las veinticuatro todos los días.

Los días por estas horas son más lúgubres, más parcos, más fríos. Con todo lo que me gusta del frío, debo decir que el de estos días es diferente. Esencialmente, es un frío oseo, inerte, inmóvil, incapaz, pútrido, que me llama a desaparecer en cualquier segundo, antes de que la próxima hora.

No es la soledad. Ahogarme en gritos pusilánimes en contra de la soledad sería achacarle culpas a una parte más de mi cuerpo; como decir que las horas que pasan punzantes son culpa de mis uñas o de mis dientes. El agobio de mis días solo es culpa de mi vida por buscarles, de mi vida por no ser capaz de evitarles. La culpa del frío (cínico, bastardo, autoritario), por otro lado, solo puede radicar en mi incapacidad de abrigarme.

El frío y el dolor se parecen a los días y las horas. Yo paso cada segundo de mi vida transitando por ellas, por todas, por unas, haciéndome el imbécil cuando de velar por mí se trata.

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