Julián Arteaga llegó al colegio a principios del 99 y se fue al
final del mismo año. Tendría máximo 8 años y era una bestia dibujando. Sentía, desde que recuerdo, un entusiasmo tímido por el dibujo y la
pintura, me encantaba recrear las caratulas de mis cuadernos pero
la inseguridad y el desespero me abordaban pronto y al no poder dar con un
resultado satisfactorio, renunciaba frustrado y enfurecido.
Estábamos en clase de
"tecnología", lo recuerdo bien, y como era la época pre-boom
informático y la internet era todavía un sitio distante y mitológico para
la mayoría de nosotros, como la Atlántida o Disneyworld, nuestra
tarea del día era buscar un medio de transporte en unas revistas amarillentas y
dibujarlo en el cuaderno. Julián, Daniel, sospecho que Esteban, y yo éramos
buenos amigos y pasábamos descansos enteros revisando libros y revistas en la
biblioteca. Julián siempre los dibujaba y yo lo admiraba tanto como lo
detestaba por talentoso. Aquella mañana, en clase, sentados en grupo revisando
fotos de barcos, veleros, aviones y carros, encontré la foto de un tren a toda máquina
que me encantó. Me llené de valor y me apresuré a reproducirlo.
No recuerdo con claridad qué
fue lo que me hizo detenerme a los pocos minutos, pero cuando apenas iba en las
ruedas noté que si hacía un par de líneas que no estaban en la imagen original
podría quedar muy parecido a una foto de un carro deportivo que había visto una
vez en algún libro olvidado de mi casa. No lo pensé demasiado, abandoné el plan
original más por hacer algo que me entretuviera hasta que finalizara la clase
que por la idea de dibujar el mejor carro que hubiera hecho jamás. Al final
pasó tanto lo primero como lo segundo. Una vez tomé distancia, miré y lo revisé
con cuidado, era maravilloso. Estaba extasiado. ¿Quién había hecho aquel
flamante cadillac en mi cuaderno y por qué estaba llevándome
yo el crédito? Julián estaba sentado a mi lado y cuando yo aún estaba absorto
en mi obra, él levantó la cabeza y observó lo que había hecho durante los
últimos 45 minutos. "Qué pasta de carro, Celis". No lo podía creer.
"Está más bacano que el mío", yo sentí la euforia inmediatamente. Aquella mañana, después de que la profesora y todos los
compañeros hubieran admirado mi trabajo, empezando por mi ídolo, descubrí que,
una vez superada el escollo de la frustración, los trazos y las líneas me hacían
muy feliz y que además de eso,
podía complacerme el resultado final.
La verdad sea dicha, disfrutaba
la posición en la que yo mismo me ponía en las noches de finales del 2014. Era un
muchacho de 22, solo, que iba a bailar, no le decía que no a ninguna pareja que
le sacara, en un lugar en donde la media de edad superaba los 30 con toda
seguridad. Una amiga solía decir que disfrutaba ser una "presa
fácil". Creo que tenía algo de razón.
Era tal vez noviembre, yo
estaba con Rodrigo discutiendo alguna nimiedad de algún equipo
de fútbol o hablando de alguna canción, como llevábamos meses haciendo cada vez
que coincidíamos en el bailadero de confianza. Era un viernes a mitad de
quincena en los años dorados de nuestro refugio salsero; había gente
suficiente como para poder encontrar con quién bailar durante toda la noche, pero no
tanta como para que no hubiese espacio para hacerlo. En la barra junto al Dj,
el sitio habitual, estábamos nosotros cuando llegaron dos chicas a conversarnos. Una de ellas era recién casada, nos habló de eso toda la noche, y
la otra, la soltera, era más una encargada de aplausos y celebraciones a los
comentarios de su amiga que una personalidad individual y claramente
constituida. Fue bien particular porque lo único que recuerdo con absoluta
certeza de la conversación durante largas horas con ellas era que la Ingeniera nos
hablaba de la mucha plata que su marido tenía. Creo que nunca cambiamos
de tema.
Con la Ingeniera y
su amiga bailamos un par de veces. A decir verdad, nada de aquella noche
hubiera pasado a la posteridad en la vitrina de mis recuerdos, de no ser por lo
que pasó cuando me dijo que si fumábamos, que le regalara un cigarrillo.
En el patio del bar, parados a
más de 3 pasos de distancia, ella me miraba directo a los ojos y yo no captaba
ningún mensaje. Intenté comenzar algún tema y ella me interrumpió de inmediato
con un "¿No me vas a besar?". Quedé de piedra. ¿A qué venía el
monólogo de más de dos horas sobre su esposo, el montón de plata que tenía y lo
mucho que le gustaba estar casada con él? ¿Qué necesidad había de eso? Por su
culpa, yo no paraba de pensar en la imagen de su marido mientras ella estaba
ahí cuestionándome mi falta de iniciativa. ¿Qué estaba pasando? Los rones se
encargaron de borrar la imagen del hombre en cuestión y sus millones capaz de
pagar un matón para el mozo de su esposa, por lo menos por un par de minutos.
Igual, terminé mi trago, le dije a Rodrigo que me iba,
mientras ellas estaban en el baño, que si algo él no sabía nada de mi paradero
y que nos veríamos con seguridad algún otro día pronto. No quería estelarizar
ninguna portada del Q'hubo.
El resto de ese fin de semana
me sentí incómodo, no sé si fue culpa de lo sucedido con doña Ingeniera,
si estaba empezando a fatigarme o qué, sentía que me faltaba algo que no podría
encontrar en un bar del centro de la ciudad y a las 10 p.m. del sábado cogí una
bloc de dibujo que tenía archivado y un par de lapiceros. Recordé un par de
planos de películas que siempre me han gustado y empecé a recrearlos. Para el
lunes a las 5 a.m. tenía ocho dibujos listos y fatigado los escaneé como pude
en mi viejo computador, retoqué un par de manchones y los publiqué en mis
redes. Empezaron a llegar los likes y los comentarios de
congratulación. Al principio de la gente que me quiere y que a todo lo que publico
termina "dándole cariño", me acosté, dormí como cuatro horas y cuando
desperté encontré notificaciones de gente que ni recordaba haber tenido en mis
círculos virtuales.
A los 14 años, en medio de mis
delirios adolescentes, no sé bien qué día, dejé de dibujar. Era más
descrestante querer ser músico, fotógrafo o director de cine. Hasta los 21
nunca volví a tomar un lápiz. Básicamente lo único que me motivó fue la
necesidad de saber si era capaz de apañármelas en el examen específico para
ingresar a Artes Plásticas y para mi sorpresa, parecía que era como andar en
bicicleta.
La madrugada de aquel lunes no
sólo sentí lo mismo que aquella mañana en clase de Tecnología, sino que
descubrí algo que nunca había sentido en mi primera etapa de amor por el
dibujo: su capacidad terapéutica. En esa maratónica jornada, compulsiva, sentí
como cada línea de tinta era una angustia menos.
Ahora debía buscarle un tiempo
a mi amor de infancia entre baile y baile. Y así, entre baile y baile, también
llegó María Andrea. Estábamos condenados a coincidir alguna vez en la vida, bien fuera por su lazo familiar con una de las personas más
queridas por mi familia, bien por nuestro paso por el mismo colegio,
bien por nuestra predilección por el mismo establecimiento nocturno. Lo que me
sorprende es que haya tardado tanto. Era común verla salir "en
hombros" del bailadero y no precisamente triunfante, por lo menos no en la
concepción tradicional del triunfo. A mí, claro está, me encantaba. Algo tiene
la gente de signo Leo que hace que no pueda vivir sin ellos. Así como con mi
padre, ese espíritu altivo y orgulloso me enerva constantemente, pero al mismo
tiempo me dan una sensación de abrigo y protección casi imposible de resistir.
Termino buscándoles, sí o sí, para detestarles por cortos periodos de tiempo y
luego ampararme por la mayoría de éste. María A era Leo y
detestaba que yo le gustara. Era una chica compleja, podría decirse. Faltaban
dos meses para acabar el año 14 y nos encontrábamos cada cierto tiempo, siempre
sin promesas de trascender a esa fugacidad. La vez primera que nos cogió el
cierre de la noche todavía hablando y en medio del coqueteo violento, no en el
mejor sentido de la palabra, nos tocó continuarla sentados en un andén al lado
de un borracho dormido sobre su propio vómito. Un romance agreste.
Si bien ese ímpetu suyo no me
molestaba, había dos detalles que no me terminaban y nunca terminaron de
cuadrarnos. En primer lugar, su poca tolerancia a mi falta de intensidad
constante. Intentó ir con otros manes al bar, para que me alterara; intentó
bailarme de cerca, para luego negarse a bailar conmigo cuando fuera quien la
invitara; intentó hacer de cuenta que yo no existía toda una jornada nocturna y
a mí simplemente no me produjo más que risa. Lo otro fue que por mucho que me
gustara, no lográbamos entendernos bailando. Vamos a decir que tenía una forma
de bailar bastante "autónoma". Un día se cansó, me reclamó y empezó a
aparecer cada vez con menos frecuencia.
Los encuentros semanales se
convirtieron en mensuales, yo también empecé a salir menos, había noches que
prefería pasarlas dibujando. Creo que ya era mayo, ya era 2015, y ella apareció
por penúltima vez, a las 3 de la mañana, a ver si quedaba algo. Terminamos en mi
casa, ella reprochando mi falta de interés, yo justificando mis escuetas
intenciones. Durmió allá, salió de madrugada. Tardó un par de meses en
reaparecerse.