lunes, 30 de julio de 2018

Una constante condena al pasado (parte 1)


Michael lo dijo muchas veces de una manera muy particular que siempre me causó gracia desde el día que nos conocimos, por allá en enero del 2005. Me miraba a los ojos con cierta complicidad, dejaba ver esa sonrisa de nea paisa, que puede ser al mismo tiempo tan enternecedora como amenazante, y me reprochaba “este man con esa carita de nerdo y de niño bueno, es más vago y necio que yo”.  Nunca fuimos muy amigos, éramos tan distintos que había pocos intereses comunes que nos acercaran más allá de la compinchería que surgía cuando estábamos parados frente a la profesora  de turno intentando explicar por qué no habíamos hecho nuestras tareas. Aún así, la empatía existía; a veces, incluso, me escogía no de último para su equipo de fútbol que porque era bueno defendiendo y era cierto, tenía la habilidad no construida de meter la pata en el momento justo para sacarle el balón al contrincante o para resistir con mi empeine el batacazo que alguien soltara. Sospecho que sigo siendo bueno para meter la pata en el momento justo.

Esta historia extensa comienza en donde la dejé hace cuatro años, un par de meses antes de abandonar por completo este blog. Tal vez era febrero y yo acababa de pasar a los 22.
Vamos a empezar de manera concreta: me enamoré de una mujer casi casada. A partir de aquí es pertinente anunciar que los nombres usado serán para darles un esbozo de identidad a los rostros que no pienso dibujar, en unos casos por temor, en otros por respeto, en algunos más por cobardía; al final, lo que importa aquí son las historias que compartí con estas personas y no quiénes son. Llamaré a la mujer “casada” Agustina.

Habíamos coincidido por primera vez el diciembre inmediatamente anterior, por coincidir me refiero a que yo la invité a salir, y para la época de mi cumpleaños ya había descubierto lo mucho que me gustaba coquetearle y hablábamos abiertamente sobre el tema; de la relación que tenía con otra persona nunca, qué necesidad había. Varias veces discutimos sobre el encanto de coquetear en contraposición a conquistar, lo diferentes que eran, lo mucho que se confundían y lo triste que era, como hablando de nosotros sin mencionarnos. En medio de aquellos meses de incertidumbre planeada apareció como de la nada María Patricia y con ella llegó, además, la época de las Marías. Con ésta estrené algo que, para serles sincero, nunca había sentido hasta su llegada: el deseo notorio y fuerte por mí de alguien que me gustaba. Sonará a una bobada, pero así fue. Aquí es donde me gustaría retomar las palabras de Michael, porque si bien siempre tuve claro que podía ser más vago que él con ventaja, la necedad siempre la puse en duda. Pues bien, para esta época de mi vida, me sentía plácido de estrenar esa necedad que parecía yacer en mí desde hacía más de una década. La necedad y con ella el cinismo, la desidia y el orgullo de quien se siente encumbrado.

De ella debo decir que me gustaba mucho, aunque fue por poco tiempo. Sus ojos grandotes y sus dientes saltones me encantaban. Me gustaba mucho, también, lo mucho que yo le gustaba. Nuestro problema fue al mismo tiempo de intereses comunes como de expectativas. Yo estaba ensimismado en un deseo egoísta de acumular historias de amor, ella parecía querer construir algo más permanente. Ilusos los dos al creer que podíamos llegar a un acuerdo sin si quiera mencionarlo, imbécil yo al irme con sólo una actitud distante y un “tengo derecho a buscar lo que quiero”.

A María Pe. Siempre le quedé debiendo una disculpa, que me negué a dar por orgullo.

Para esta altura, en la que la primera María de esta narración y Agustina parecían historias lejanas, anécdotas, ilusiones truncadas o simplemente malentendidos agrandados, yo seguía  en mi empeño de coleccionista. He de aceptar que lo disfrutaba y como si mi dicha no pudiera ser mayor no tardó en aparecer Antonia. Siempre he tenido una fascinación por las mujeres mayores y si bien ella no me llevaba más de un lustro, era más una mujer de lo que yo era un hombre. Con ella descubrí lo que es tener un espacio como guarida para el romance.  La intensidad fue mucha; la duración, de nuevo, no fue tanta. Era una mujer hermosa, como pocas veces he visto de cerca. Recuerdo que mi padre la llamaba despampanante. Mi padre, y muchos otros hombres. Salir a la calle con ella era, inevitablemente, desaparecer a su sombra y no me molestaba mucho. Durante nuestra primera cita entendí que la necesidad de la compaginación a la hora de bailar para sentirme plenamente interesado en una persona, que cualquier otro tipo de atractivo que una mujer pudiera despertarme desaparecería, eventualmente, si no me sentía a gusto. Y bailamos, bailamos mucho; en nuestra primera cita, en nuestra segunda cita, antes de comernos por primera vez, cuando estábamos en la luna de miel de los primeros meses juntos, bailamos mucho incluso el día que nos despedimos definitivamente. Hemos vuelto a bailar después. Antonia tenía la particularidad de reprocharme poco, de alcahuetearme mucho y de alterarse con mucha gente menos conmigo. Fue la primera vez que experimenté la completa sinceridad romántica. Una noche, en medio de los deseos crecientes le confesé por primera vez en mucho tiempo, mis miedos enmascarados en actitudes cortantes y trato lejano. Además con ella, incluso, supe lo que era sentir amenazada mi integridad física por culpa de los celos de sus amores pasados. Fue un amor bello. Las diferencias, si es que se les puede llamar así, llegaron demasiado pronto. Básicamente sus fantasmas y la tranquilidad que me daba ella a mí, eran incompatibles. Una noche, sentados en medio de un bar familiar, aclaramos términos. Yo puse las condiciones del contrato, ella decidió no firmarlo y salimos de allí a bailar nuestro amor por última vez. Me fui antes de su cumpleaños, que siempre han sido épocas tan duras para mis historias de amor. Si mis relaciones las tuviera que medir no en meses de duración, sino en cumpleaños celebrados, creo que no me daría el alma para volver a enamorarme.

La última noche que me visitó con intención de remover los cariños asentados, una de sus amigas me reclamó por ella en una conversación muy amena para el contexto, con un par de tragos y con la misma sonrisa picarona y desafiante de Michael, la canallada que era que con esta “carita de niño bueno” fuera un tipo seco y frío. Ella medio sonreía, éramos los últimos del bar. Por la vergüenza del reclamo del que me sentí justa y fuertemente culpable, fui incapaz de irme con ella al finalizar la noche y establecí el punto final.

Se acercaba el fin del 2014. Bailaba, esta vez sólo, cada vez de manera más frecuente y hasta enfermiza, me emborrachaba tres y cuatro veces a la semana, conocí gente que hoy sería incapaz de distinguir, hablé con miles de personas en inglés, francés, italiano y una vez hasta intenté el alemán.

Besé un par de alientos, toqué varios cuerpos y acumulé historias que ni siquiera yo puedo recordar del todo hoy. Cumplí el objetivo que me había impuesto. Aun así, algo me impulsaba a seguir haciendo de la noche una guarida, sabía que me faltaban cosas. Sabía que había más que se acercaba con un rugido estremecedor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario