martes, 31 de julio de 2018

Una constante condena al pasado (parte 2)

Julián Arteaga llegó al colegio a principios del 99 y se fue al final del mismo año. Tendría máximo 8 años y era una bestia dibujando. Sentía, desde que recuerdo, un entusiasmo  tímido por el dibujo y la pintura, me encantaba recrear  las caratulas de mis cuadernos pero  la inseguridad y el desespero me abordaban pronto y al no poder dar con un resultado satisfactorio, renunciaba frustrado y enfurecido.

Estábamos en clase de "tecnología", lo recuerdo bien, y como era la época pre-boom informático y la internet era todavía un sitio distante y mitológico para la  mayoría de nosotros, como la Atlántida o Disneyworld, nuestra tarea del día era buscar un medio de transporte en unas revistas amarillentas y dibujarlo en el cuaderno. Julián, Daniel, sospecho que Esteban, y yo éramos buenos amigos y pasábamos descansos enteros revisando libros y revistas en la biblioteca. Julián siempre los dibujaba y yo lo admiraba tanto como lo detestaba por talentoso. Aquella mañana, en clase, sentados en grupo revisando fotos de barcos, veleros, aviones y carros, encontré la foto de un tren a toda máquina que me encantó. Me llené de valor y me apresuré a reproducirlo.

No recuerdo con claridad qué fue lo que me hizo detenerme a los pocos minutos, pero cuando apenas iba en las ruedas noté que si hacía un par de líneas que no estaban en la imagen original podría quedar muy parecido a una foto de un carro deportivo que había visto una vez en algún libro olvidado de mi casa. No lo pensé demasiado, abandoné el plan original más por hacer algo que me entretuviera hasta que finalizara la clase que por la idea de dibujar el mejor carro que hubiera hecho jamás. Al final pasó tanto lo primero como lo segundo. Una vez tomé distancia, miré y lo revisé con cuidado, era maravilloso. Estaba extasiado. ¿Quién había hecho aquel flamante cadillac en mi cuaderno y por qué estaba llevándome yo el crédito? Julián estaba sentado a mi lado y cuando yo aún estaba absorto en mi obra, él levantó la cabeza y observó lo que había hecho durante los últimos 45 minutos. "Qué pasta de carro, Celis". No lo podía creer. "Está más bacano que el mío", yo sentí la euforia inmediatamente. Aquella mañana, después de que la profesora y todos los compañeros hubieran admirado mi trabajo, empezando por mi ídolo, descubrí que, una vez superada el escollo de la frustración, los trazos y las líneas me hacían muy feliz y que además de eso, podía complacerme el resultado final.



La verdad sea dicha, disfrutaba la posición en la que yo mismo me ponía en las noches de finales del 2014. Era un muchacho de 22, solo, que iba a bailar, no le decía que no a ninguna pareja que le sacara, en un lugar en donde la media de edad superaba los 30 con toda seguridad. Una amiga solía decir que disfrutaba ser una "presa fácil". Creo que tenía algo de razón.

Era tal vez noviembre, yo estaba con Rodrigo discutiendo alguna nimiedad de algún equipo de fútbol o hablando de alguna canción, como llevábamos meses haciendo cada vez que coincidíamos en el bailadero de confianza. Era un viernes a mitad de quincena en los años dorados de nuestro refugio salsero; había gente suficiente como para poder encontrar con quién bailar durante toda la noche, pero no tanta como para que no hubiese espacio para hacerlo. En la barra junto al Dj, el sitio habitual, estábamos nosotros cuando llegaron dos chicas a conversarnos. Una de ellas era recién casada, nos habló de eso toda la noche, y la otra, la soltera, era más una encargada de aplausos y celebraciones a los comentarios de su amiga que una personalidad individual y claramente constituida. Fue bien particular porque lo único que recuerdo con absoluta certeza de la conversación durante largas horas con ellas era que la Ingeniera nos hablaba de la mucha plata que su marido tenía.  Creo que nunca cambiamos de tema. 

Con la Ingeniera y su amiga bailamos un par de veces. A decir verdad, nada de aquella noche hubiera pasado a la posteridad en la vitrina de mis recuerdos, de no ser por lo que pasó cuando me dijo que si fumábamos, que le regalara un cigarrillo.

En el patio del bar, parados a más de 3 pasos de distancia, ella me miraba directo a los ojos y yo no captaba ningún mensaje. Intenté comenzar algún tema y ella me interrumpió de inmediato con un "¿No me vas a besar?". Quedé de piedra. ¿A qué venía el monólogo de más de dos horas sobre su esposo, el montón de plata que tenía y lo mucho que le gustaba estar casada con él? ¿Qué necesidad había de eso? Por su culpa, yo no paraba de pensar en la imagen de su marido mientras ella estaba ahí cuestionándome mi falta de iniciativa. ¿Qué estaba pasando? Los rones se encargaron de borrar la imagen del hombre en cuestión y sus millones capaz de pagar un matón para el mozo de su esposa, por lo menos por un par de minutos. Igual, terminé mi trago, le dije a Rodrigo que me iba, mientras ellas estaban en el baño, que si algo él no sabía nada de mi paradero y que nos veríamos con seguridad algún otro día pronto. No quería estelarizar ninguna portada del Q'hubo.

El resto de ese fin de semana me sentí incómodo, no sé si fue culpa de lo sucedido con doña Ingeniera, si estaba empezando a fatigarme o qué, sentía que me faltaba algo que no podría encontrar en un bar del centro de la ciudad y a las 10 p.m. del sábado cogí una bloc de dibujo que tenía archivado y un par de lapiceros. Recordé un par de planos de películas que siempre me han gustado y empecé a recrearlos. Para el lunes a las 5 a.m. tenía ocho dibujos listos y fatigado los escaneé como pude en mi viejo computador, retoqué un par de manchones y los publiqué en mis redes. Empezaron a llegar los likes y los comentarios de congratulación. Al principio de la gente que me quiere y  que a todo lo que publico termina "dándole cariño", me acosté, dormí como cuatro horas y cuando desperté encontré notificaciones de gente que ni recordaba haber tenido en mis círculos virtuales. 

A los 14 años, en medio de mis delirios adolescentes, no sé bien qué día, dejé de dibujar. Era más descrestante querer ser músico, fotógrafo o director de cine. Hasta los 21 nunca volví a tomar un lápiz. Básicamente lo único que me motivó fue la necesidad de saber si era capaz de apañármelas en el examen específico para ingresar a Artes Plásticas y para mi sorpresa, parecía que era como andar en bicicleta. 

La madrugada de aquel lunes no sólo sentí lo mismo que aquella mañana en clase de Tecnología, sino que descubrí algo que nunca había sentido en mi primera etapa de amor por el dibujo: su capacidad terapéutica. En esa maratónica jornada, compulsiva, sentí como cada línea de tinta era una angustia menos. 

Ahora debía buscarle un tiempo a mi amor de infancia entre baile y baile. Y así, entre baile y baile, también llegó María Andrea. Estábamos condenados a coincidir alguna vez en la vida, bien fuera por su lazo familiar con una de las personas más queridas por mi familia, bien por nuestro paso por el mismo colegio, bien por nuestra predilección por el mismo establecimiento nocturno. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto. Era común verla salir "en hombros" del bailadero y no precisamente triunfante, por lo menos no en la concepción tradicional del triunfo. A mí, claro está, me encantaba. Algo tiene la gente de signo Leo que hace que no pueda vivir sin ellos. Así como con mi padre, ese espíritu altivo y orgulloso me enerva constantemente, pero al mismo tiempo me dan una sensación de abrigo y protección casi imposible de resistir. Termino buscándoles, sí o sí, para detestarles por cortos periodos de tiempo y luego ampararme por la mayoría de éste. María A era Leo y detestaba que yo le gustara. Era una chica compleja, podría decirse. Faltaban dos meses para acabar el año 14 y nos encontrábamos cada cierto tiempo, siempre sin promesas de trascender a esa fugacidad. La vez primera que nos cogió el cierre de la noche todavía hablando y en medio del coqueteo violento, no en el mejor sentido de la palabra, nos tocó continuarla sentados en un andén al lado de un borracho dormido sobre su propio vómito. Un romance agreste. 

Si bien ese ímpetu suyo no me molestaba, había dos detalles que no me terminaban y nunca terminaron de cuadrarnos. En primer lugar, su poca tolerancia a mi falta de intensidad constante. Intentó ir con otros manes al bar, para que me alterara; intentó bailarme de cerca, para luego negarse a bailar conmigo cuando fuera quien la invitara; intentó hacer de cuenta que yo no existía toda una jornada nocturna y a mí simplemente no me produjo más que risa. Lo otro fue que por mucho que me gustara, no lográbamos entendernos bailando. Vamos a decir que tenía una forma de bailar bastante "autónoma". Un día se cansó, me reclamó y empezó a aparecer cada vez con menos frecuencia. 


Los encuentros semanales se convirtieron en mensuales, yo también empecé a salir menos, había noches que prefería pasarlas dibujando. Creo que ya era mayo, ya era 2015, y ella apareció por penúltima vez, a las 3 de la mañana, a ver si quedaba algo. Terminamos en mi casa, ella reprochando mi falta de interés, yo justificando mis escuetas intenciones. Durmió allá, salió de madrugada. Tardó un par de meses en reaparecerse.

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