miércoles, 1 de agosto de 2018

Adiosómano

Soy un enfermo de las despedidas. Seguramente porque de Alicia nunca pude, ni siquiera en su funeral. Rayones que estamos condenados a cargar. Para ser justo a los seis años todavía no tenía muy claro qué tan determinante era una partida o la ausencia.

Tal vez lo nostálgico también tiene algo que ver. O tal vez sea mi pasión por los adioses lo que finalmente me hace nostálgico. Una vez más, claridades pocas.

Checho afirmaba en muchas reuniones de trabajo que éramos un par de ritualistas irremediables, siempre cuando ya estábamos divagando en temas que nada tenían que ver con las labores que nos convocaban. Que como buenos fumadores, en el trato de la cusca se nos notaba esa necesidad ceremoniosa. Era más de 10 años mayor  y estaba casi tan perdido como yo en aquella época; espero que hoy pueda tener alguna que otra duda resuelta. Sé que mi capacidad de dotar nimiedades de características épicas, la necesidad de la grandilocuencia innecesaria y el deseo de celebrar rituales hasta cuando me bajo del bus crecieron bajo su tutela. Irónicamente, tampoco nos despedimos nunca.

También he descubierto que me despido demasiado, a veces injustificadamente, y que peco de insistente. Mucha gente hasta me sigue la corriente, pero a la cuarta despedida ya se están quejando. Principiantes.

Es una sensación bastante particular. La mayoría de las veces que me encuentro en medio de un ritual solemne de adiós, de cierre o de reinicio me doy cuenta cuando ya estoy a la mitad. Casi nunca les planeo con antelación. Como que la nostalgia y la melancolía me conducen a sitios y momentos precisos y me dejo arrastrar; voy cediendo paso a paso. Como en un ritual de seducción me desnuda, me besa, me respira de cerca y yo acaricio, palpo, huelo. Cuando ya tiene sus dedos revoloteando sobre mi cuello no hay vuelta atrás. Es bien particular, como les dije.

También puede ser que voy asignándole significados, referentes, sensaciones y vínculos a todo y en todo, a tal punto que cuando algo falta, alguien parte, algo me incomoda o simplemente la vida cambia, termino lamentando y tratando de llenar desesperadamente cualquier ausencia con ritos que le den sentido a la pena. Tal vez por eso me emputa que nadie más los entienda, que a nadie le importen tanto.

Creo que desde hace varios años entendí que mi necesidad de decir adiós más que lúgubre es celebrativa. Obvio son tristes, obvio son nostálgicas y melancólicas, obvio lloro en casi todas las despedidas. Pero todo aquello es mera decoración, como las calabazas de Halloween o los renos de Navidad; lo importante es celebrar, aquello que te hizo feliz, eso que te llenó y sabías que acabaría,  eso que quisiste y seguís queriendo, pero no estará más, eso que se aleja, esa persona que cambió, ese día que acabó, ese dolor que mermó o ese beso que nunca más regresó. La bebida espirituosa es a elección personal, la sustancia psicoactiva también. Yo prefiero el ron con adiós.

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