lunes, 6 de agosto de 2018

La cañada.

Yo no odio a Medellín. O bueno, no la odio más que cualquiera que ame de verdad a esta cañada que osamos llamar valle, con putería, con ternura, con pasión desenfrenada y con un puntico de tedio  cada cierto tiempo; como cualquier otro amor.

Odio la familiaridad de sus rostros desconocidos, la uniformidad de sus sonidos, la pulcritud de vitrina de sus espacios públicos, la candidez de sus horrores, lo asfixiante de su amor, la falta de tolerancia a tu necesidad de tambalear, su negación a la nostalgia, su euforia postiza, sus penas reprimidas. Odio  muchas de sus complacencias, por muy feliz que me hagan, pero lo que más detesto es justamente la capacidad que tiene de amansarte los reproches, las ganas de huir, el deseo de olvidarla y dejarte desarmado y sin fuerzas.

A pesar de todo esto y de que lo sé hace varios año, mis sentimientos por Medellín hoy son otros, aunque me siga asfixiando su horizonte truncado y sofocando su "eterna primavera". Hoy lo que siento por esta, mi ciudad, mi rincón en el mundo, es rencor. Básicamente eso.

Cada esquina y cada callejuela, cada sabor, cada gota de lluvia y de sudor, las noches estruendosas, los días inertes, cada amigo, cada lámpara de alumbrado público, cada ruta de bus. Cada una de las cosas que componen mis días es un recuerdo incandescente de alguna derrota. Cientos de batallas fallidas me abordan en la calle cuando me siento a ver las horas pasar. No existe ya un refugio que sirva para evitar recordar las tragedias  y, para colmo de males, la ciudad me cuestiona  porque me ve trastabillando.

¡DEJAME SUFRIR, CARECHIMBA!

No te estoy pisoteando tu jolgorio de plástico, no te estoy cuestionando tu adorable mal gusto, no me importa tu imagen inmaculada.

Me gusta amarte, con tu luz naranjada, con el verde y terracota de tus montañas, con tu olor a panela, ese delicioso sabor a fritura, las esquinas sucias que huelen a fruta podrida, la barrera infranqueable de tu río y esa rozagante lascivia con la que me mirás. Pero dejame en paz.

Dejame amarte y ser débil. Yo necesito quebrarme para reagruparme y volver a ser sólido, para poderte amar. Dejame cambiar y ser intangible en el proceso, dejame buscar otros cariños, dejame ser inconsistente, inestable y contradictorio. Dejame amarte sin dependencias, sin posesiones, sin espejismos de dicha, sin panoramas de postal; dejame amarte sin esperar nada a cambio, sin el confort de la rutina, sin la comodidad de la certeza. Dejame amarte de verdad.

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