miércoles, 29 de agosto de 2018

Una constante condena al pasado: en total siete despedidas (Parte final)

Soy un agnóstico con la fea costumbre de creer en designios divinos, alineaciones cósmicas o predestinaciones, aunque yo prefiero llamarles volteretas del azar. El nombre es lo de menos. Tal vez tenga que ver con mi formación temprana acompañado por monjas misioneras o por ser hijo de una atea y un agnóstico fascinados por los misticismos. Las malas mañas se aprenden en la casa. Eso y una constante y temprana sobreexposición al melodrama telenovelero todas las noches antes de irme a acostar durante la infancia me han dotado de la capacidad para armarme culebrones de la más delicada filigrana durante toda mi vida.

Ahora que lo pienso con detenimiento, siempre he sido un espécimen contradictorio: el tipo tranquilo que se arma melodramas, el punkero que siempre amó bailar todo tipo de ritmos tropicales y que llegaba a su casa a escuchar baladas románticas por elección propia, el tipo callado que no para de hablar, el cocinero que adora la repostería pero no le gusta ni el helado ni el chocolate. En fin, yo prefiero pensar que soy complejo.

Dos meses después de lo narrado anteriormente me reencontré con Juana y ya sentía que el encanto que nos había habitado a finales del año anterior había mermado. Esa vez me aclaró al final de nuestro reencuentro que prefería no complicarse la vida.

No sé bien qué fue, el amor como tal aún no nos habitaba y ella había sido muy clara, pero seguíamos en contacto y mucho, y nos veíamos y siempre era claro que no iba a suceder nada. Y de un momento a otro empezó a suceder de todo. Me contó que el sujeto con el que salía cuando bailamos por primera vez, el único testigo de aquella noche, había previsto nuestro romance y alguna vez se lo confesó, yo armé mis conjeturas y me convencí solito de los designios sobrenaturales que nos habían juntado. En cuestión de un mes y habiéndonos visto poco a lo largo de lo que iba del año, ya había indicios de un romance.

Era abril y ella regresó después de una prolongada ausencia que yo conté minuto a minuto. Regresó un domingo al mediodía y ese mismo domingo en la noche ya nos estábamos encontrando. Vimos tal vez la película más aburridora que podíamos haber encontrado y para colmo la disfrutamos. Esa noche fue bien particular. Ella me contó de la entrevista de trabajo en otra ciudad que había presentado por Skype y de las mínimas posibilidades que tenía de que la contrataran, nos encontramos a un borracho que me incitaba, a los gritos y con mucha prudencia, a que la besara, que dejara de ser roncón, que viera cómo me miraba. Ella y yo, que nos hacíamos los que no escuchábamos, no parábamos de reír. Esa noche amanecí en su casa, tal vez por segunda o tercera vez, ya sentía cosas fuertes y no me atemorizaban mucho. En la mañana me desperté a prepararle el desayuno y justo cuando estaba en medio de un tomate picado, le sonó el celular. Se alejó varios minutos y cuando regresó era incapaz de leer su expresión. Me contó que la habían contratado, que viajaba esa misma semana. Yo sentí cómo la cámara lenta se reproducía y la música triste sonaba en off mientras ella me decía que iba a avisarle a su familia. Creo que nunca corté un tomate con tanto dolor. Entre sonrisas con algo de insatisfacción comimos y yo la abracé antes de irme, como si mi vida dependiera de ello. Quería decirle que se quedara, que no se fuera, que cómo me iba a dejar ¡A mí! el tipo con el que se había dado besos en una finca y con el que llevaba saliendo, a duras penas, hacía un mes. Me fui esa tarde de su casa jurando que no volvería y sumen una despedida más.

Es bien rara esa cualidad que tiene la vida (o las volteretas del azar), pero les juro que yo sentí que no la volvería a ver en mucho tiempo. Con Paula fue con la primera persona que hablé del tema. Ella me sugirió que estuviera pendiente de su arribo, que la acompañara a la distancia, sin más, por mero cariño, porque sabía que lo más duro de llegar a un lugar nuevo, de imprevisto y a reiniciar la vida, era justamente la soledad. Yo me propuse hacerlo sin intención de nada distinto que estar ahí, ayudando. Pero el azar tiene formas misteriosas de actuar y el día que viajaba, minutos antes de abordar el bus, se me apareció. Dijo que quería despedirse una última vez. Nos acompañamos en los minutos previos, yo aproveché para sacarle tantos besos y abrazos como pude, o ella a mí; no sé. Agarró una servilleta y minutos antes de irse me la entregó marcada con un beso dibujado con su labial y una nota. Quise detenerla una vez más, pero nunca me ha alcanzado la valentía para impedirle a alguien querido su necesidad de crecer. Ni la valentía, ni la hijueputez ¿Ustedes han sido conscientes alguna vez del momento exacto en el que se han enamorado? Yo sé que con ella fue justo ahí, habría que preguntarle a ver cuándo se enamoró ella de mí. Una despedida más a la cuenta.

No pienso ahondar mucho en detalles. No habría forma de hacerle justicia a toda la dicha de los muchos meses que prosiguieron y no cabría tanto amor en palabras. Me limitaré a decir que fui a visitarle, más de una vez, y a punta de amor y deseo terminé zambulléndome de cabeza en una relación que no buscaba, que no quería y que disfruté como pocas cosas en la vida. Que regresó al poco tiempo y fuimos tan felices que rara vez se nos vio en redes sociales, que nos dedicamos juntar besos a las seis de la mañana, que nos acompañamos el sentimiento y nos bastó con la vida no más.

Y se preguntarán ustedes: y si eran tan felices ¿Por qué terminaron? Muy buena pregunta. Verán, empezó a suceder que con el tiempo y en medio de la dicha empecé a sentir que, si bien era feliz a su lado, cuando estaba lejos de ella me sentía incompleto y no era capaz de permitirme eso. Durante meses luche contra ello, pero al final, en una noche cualquiera en la que necesitábamos hablar, decidí que nuestra relación debía terminar. Y bueno, si el problema era cuando no estaba con ella, ¿por qué debía terminar justo con  lo que no me hacía infeliz? Hoy, con mucha mayor claridad puedo decir que ese problema estaba empezando a afectarnos a los dos y sabía que era cuestión de tiempo para que yo ya no pudiera cargar con ella la relación y no podía permitirme dejarle ese peso, por mucho que la amara. Es claro hoy que ella también tenía deudas consigo misma a cuenta de estar inmersa en una relación que si bien le daba felicidad no le daba la suficiente libertad aunque yo, de corazón, me esforzara porque la tuviera y porque, a final de cuentas, para mí lo que importaba era nuestro amor y no el título que ostentáramos. Con esa premisa me fui, tratando de ser todo lo claro que podía en medio de un clima turbio y seguros de que no era falta de amor, pero que las cosas tienen su fin, siempre. Y bueno, en una noche ceremoniosa de confesiones, de augurios, de deseos y de tristeza, nos volvimos despedir. Me lanzó la maldición que le lanza a todos sus ex, nos reímos y finalmente me fui.

Y bueno, esa es la historia. Ahí acabó... ¿Cómo? ¿Que van apenas seis despedidas? ¿Seguros? ¿Si contaron bien? A ver: una, dos, tres, cuatro, cinco, se... Ahhh, sí. Qué pena. Resulta que luego, durante meses, en medio de la ausencia surgieron unos detalles. 

Durante años, en medio de la plenitud discutimos mucho sobre lo que nos gustaba del amor, cómo nos gustaba y cómo no. Discutimos infinidad de temas relacionados, las disertaciones eran extensas  y nos encontrábamos en concordancia siempre, pero nunca nos preguntamos algo que era fundamental: ¿Qué era el amor para nosotros? ¿Qué era nuestro amor para cada uno? ¿De qué hablábamos cuando hablábamos de amor? Valiente gracia. Era obvio ¿No? Pues resulta que cada uno tenía una respuesta distinta. Como les digo, soy un experto en "sentir vibras", armarme películas, creerme cuentos de predestinación y sentir que en la vida las personas estamos llamadas a coincidir. En medio del silencio y cuando ya no estábamos para responder, llenamos el vacío con lo que creímos y quisimos que nos respondieran. Cuando intentamos respondernos no hubo un buen entendimiento o ya era demasiado tarde.

¿No les digo? Esas volteretas del azar. Resultó que al final, el deseo y la necesidad de hacer lo que sentíamos era lo correcto, que en un principio nos juntaron con determinación, al final terminaron distanciándonos del todo.

En fin. Todo esto para decir que la séptima despedida es ésta y lo que empezó como un deseo simple de desatrancarme el pecho, volviendo a mi blog y después de once entradas, es mi forma de agradecer y despedirme una última vez.

Vale aclarar que esta es sólo mi versión de los hechos. Me encantaría que algún día pudiéramos sentarnos a contrastar versiones y poder estar en desacuerdo aunque sea una vez más.

Perdón, bizcocho. Era esto o llamar dedicarte canciones de Juan Fernando Velasco y Montaner.

Y bueno, al final, si algo me queda claro es que el amor y sus historias, que vienen siendo lo mismo, son para celebrarles. Después de esta historia de casi cuatro años, de tantas palabras, de un montón de nombres reales y falsos, de un par cagadones, de los encuentros y desencuentros, de la vida transcurrida, de los besos, los bailes, los dolores y las sonrisas, las mañanas de domingo, las noches de viernes, de los romances fallidos, de los truncados, de los finalizados; después de este mes de anécdotas, de infidencias, de desahogos y confesiones; después de tanto, después de todo, esto es nada más que un último intento por celebrar todo aquello que fue nuestro amor.

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