lunes, 27 de agosto de 2018

De amores, relaciones y contratos

No soy el mayor fanático de las relaciones románticas tradicionales, aunque a veces extraño el confort y la estabilidad que brindan como cualquiera.

No me parece justo que los sentimientos, los deseos y las sensaciones se restrinjan o se autoricen con base en un contrato, que es lo que finalmente son. Por ello, en mis historias de amor han sido casi siempre el punto menos relevante. El amor (el amor romántico, si es que les hace falta el apellido. A mí me molesta, a decir verdad) me parece una mejor base de los demás sentimientos y pasiones que despiertan en uno las otras personas.

No sé ustedes, pero me parece mezquino restringir las emociones a un acuerdo en el que uno se compromete a brindarle sus deseos, sus miedos, sus placeres, sus cariños y sus intimidades a alguien si y sólo si esa persona se compromete a ser "algo" de uno.

No se dejen confundir, no pienso posar de salvador y redentor del amor desprendido y tranquilo, yo caigo en las mismas prácticas y eso sólo me hace cogerle más fastidio.

Es tal la dificultad que nos produce el amor en estos términos que tenemos que inventarnos apodos como "poliamor" o "amor libre" para sentirnos autorizados a amar a nuestro antojo, sólo para replicar comportamientos posesivos en formatos más flexibles.

Es bien particular, bajo esa lógica, entramos y salimos de relaciones en las que por periodos de tiempo (algunos extensos y otros no) somos todo para alguien más y nos encanta, brindamos todo lo que podemos, lo que queremos y, en algunos otros menos idílicos, lo que el otro quiere. Nos entregamos a la fantasía de la exclusividad romántica, a la sensación ilusoria de pertenencia sólo para cortar tajantemente con todo aquello porque el contrato caduca y su subsecuente "seguir nuestro rumbo", como si ese amor (romántico) que albergamos fuese un peso insoportable que nos inhibe de crecer, como si no fuera justamente ese amor el que propiciara cambios al por mayor, como si ese amor no fuera justamente un intercambio a fin de cuentas. No sé si es que se nos hace incómoda la sensación de albergar deseos y sentimientos por alguien y al mismo tiempo querer abrazarnos a ilusiones por nuevas personas, una vez más, como si amar de manera romántica a alguien fuera impedimento para amar a alguien más; como si el deseo de enamorarse de una sola persona no fuera una elección, sino la regla. Al final, pareciera que esas relaciones se vuelve un salvoconducto para saber desde y hasta cuándo podemos abrazarnos a un amor, para amar sin peligro de salir lastimados (como si no saliéramos lastimados igualmente) y para que nuestro orgullo tenga espacio en un sitio en donde se le necesita poco. Como si el amor (romántico) no pudiese ser, por alguna clase de ley natural, desprendido, armonioso, tranquilo y etéreo. Como si la correspondencia, la dependencia y el orden fueran condiciones necesarias para poder sentir deseo, plenitud, complicidad o un simple gusto por alguien. Como si la independencia del otro y su autodeterminación fueran una amenaza per se de nuestra seguridad, como si la fidelidad sexual y emocional fueran sinónimos de exclusividad; como si el amor, sin apellidos ni sobrenombres, no fuera suficiente para determinar nuestros deseos y comportamientos. Como si se tratara sólo de orden y estabilidad, como si las certezas no fueran ilusorias, como si estar en un primer piso nos significase que en medio de un terremoto no nos puede caer el resto del edificio encima.

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