lunes, 27 de agosto de 2018

Una constante condena al pasado: dos y una tormenta. (Tercera parte)

A Daniela la conozco desde que tengo memoria, a Tatiana la conocí a los once años, recién cambiado de colegio, y nos hicimos amigos de inmediato. Con ambas aprendí que el amor no es un sentimiento obligatoriamente recíproco y que, por lo menos en mí, tiende a no desaparecer.

Daniela se fue de mi vida hace más de diecinueve años, con un par de reapariciones ocasionales cada cinco o seis. Tatiana se fue hace trece, cuando me dijo que no le interesaban mis cartas de amor y dejó de recibirlas; ella sí no volvió a reaparecer.


Era tal vez una noche lluviosa de abril y en mi vida se apareció por primera vez una "tormentica". Dicho lo cual, creo que lo más justo es llamarla Juana.

Ella llegó aquella noche al bailadero acompañada de quién era su interés romántico por esa época y yo no la vi bailar sino hasta bien entrada la rumba. Era hermosa y cuando la vi bailar me llené de ganas de romper mi regla de evitar sacar a mujeres en plan de pareja. Al final de esa noche arrebolada lo hice y la euforia fue tanta que sólo atiné a decir que había bailado con un ángel. Mañé, lo sé, pero así me sentí.

Para agosto, tal vez, y después de no volver a saber nada de Juana por ningún medio, ni siquiera su nombre, mi atención estaba puesta en María Camila. No sé con certeza cuándo nos conocimos, sé qué fue hace muchos años, sé que nos encontramos una vez sin saber que nos conocíamos, sé que la había invitado a bailar hacía mucho y me había dejado plantado. Para aquella época aceptó por primera vez salir conmigo; claro está, la invité a bailar.

Desde mi aventura con María Andrea yo sentía una inquietud muy extraña. Creía que era un deseo por una relación estable, seria, comprometida y exclusiva, pero sabía que con ella era impensable. No era una opción. Cuando me acerqué a María Camila, sentí que era la indicada. No me pregunten por qué. Salimos mucho, durante meses, mis amigos y mi familia empezaron a asumir que éramos novios, ella y yo teníamos claro que ni siquiera era claro si estábamos "saliendo". Era muy confuso. A mí me encantaba. Me perdía horas en los ojotes negros y brillantes que tenía, pero había un obstáculo, una barrera infranqueable que nunca logré identificar con éxito. Ella seguía aceptándome salidas, yo le coqueteaba, frecuentemente nos encontrábamos en medio de tratos románticos y, aun así, algo nos impedía la cercanía total. Me frustraba, me irritaba.

A finales de noviembre del 2015 salimos por última vez, esta vez fuimos de nuevo tres: ella, la barrera y yo.

Paula era mi consejera sentimental por aquellos días y recuerdo que sentados en un andén, como de costumbre, me incitó a que me olvidara del amor por unos días, que me fuera de paseo con amigos y que me desconectara de mi vida con las mujeres. Que no veía con claridad, que no sabía qué quería, decía.

En diciembre lo hice, me fui con unos amigos y unos amigos de mis amigos de la ciudad a pasar un puente veraniego. Lo que nunca imaginé fue que entre esos amigos de mis amigos me iba a encontrar de nuevo y por segunda vez en la vida a Juana.

Era la primera vez en mucho tiempo que me encontraba con una mujer que me gustara en un terreno neutral, estaba por fuera de mi bailadero/guarida, por varios días, necesitando un descanso y deseoso de entender qué quería. No sé si la magia fue inmediata en ella, pero en mí lo fue. En dos días ya extrañaba sus besos.

En medio de ese idilio veraniego, una de esas noches, bailando con ella en el pueblo en medio de un mar de desconocidos sentí como una mano me jaloneó violentamente por el hombro y me arrastró hacia una esquina, cuando reaccioné y até el brazo agresor a un rostro, se trataba de María Andrea. No tenía mucha cara de buenos amigos. No dijo nada por unos segundos y lo primero que ordenó apenas musitó palabra fue un "bailemos" imperativo; yo obedecí. En pocos segundos se derramó en reclamos, al final de la canción, que se hizo eterna, yo pude recordarle que lo nuestro no pudo ser, que la atracción no era más fuerte que la compatibilidad. Se fue, yo volví a bailar con Juana. En medio de la pieza, pude escuchar cómo María le comentaba a una de sus amigas, sin mucho esfuerzo por ser discreta, "miralo, mirá como la mira. A mí nunca me miró así, conmigo nunca sonríe tanto cuando bailamos". Esa fue la última noche que supe de María, esa fue mi primera noche con Juana.

Yo sabía que me gustaba, pero sinceramente, no me interesaba desbaratarme demasiado la cabeza pensando en si quería que fuera el amor de mi vida o un amor de verano. Con esa idea me acerqué la segunda noche. Bailamos al lado de una piscina, nos contamos dos o tres infidencias y al llegar el amanecer nos besamos. Al tercer día también. Al cuarto nos despedimos.

Todo el mundo juraba que María Camila y yo éramos pareja, mi padre incluso preguntó a mí regreso si había ido con ella al viaje. Tanto él como Paula quedaron atónitos al contarles lo que había sucedido. Conversé un par de veces con Juana, salimos una tarde a reencontrarnos ya sin el encanto del romance de verano de por medio y establecer qué futuro había, si había alguno.

Ella me contó que se iba en una semana de regreso a su pueblo sin claridad sobre qué sería de su vida a mediano plazo, yo aproveché para que me conociera un poco más. Dejamos planteada una bailada si regresaba pronto y nos despedimos por segunda vez.

Tres días después en medio de la euforia por la publicación de mi primera ilustración en la vida, a punta de insistencia logré que me aceptara una salida a bailar antes de su partida. Ella fue mi compañía la noche que festejé mi primer logro como dibujante en mucho tiempo. Nos despedimos, esa noche, por tercera vez.

No sé si era el 24 de diciembre o el 31. Me encontraba en el campo, disfrutando de las festividades en medio de un viaje psicotrópico y empecé a intercambiar mensajes con Juana. En medio de aquello, recibí uno que no esperaba. Era de María Camila, que me deseaba un festejo alegre y muchas cosas buenas, que esperaba seguir viéndome y en ese momento lo entendí. Logré armar el rompecabezas que llevaba por lo menos cuatro años intentando resolver. Después de romances fugaces y fallidos, después de relaciones que no conducían a ningún sitio, después de muchos bailes, varios besos y un par de cuerpos, entendí cuál era mi deseo, a qué venía aquel impulso inicial de coleccionar historias de amor, que fue mutando poco a poco en el deseo de construir una relación sólida. No era ni lo uno ni lo otro. Lo que realmente quería era encontrar un amor que fuera más grande que yo, uno que me sacudiera, uno que subsistiera más allá de los límites del romance típico. Uno como el que siempre sentí por Daniela y Tatiana.

Aquel 24 o 31 también hubo una tormentica en medio de los festejos decembrinos.

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