domingo, 12 de agosto de 2012

Aquella mujer

Aquella mujer es una canción de Sabina
Que no entiendo, ni me interesa entender
Es ese fuego de la infancia que espera lo mejor de mí.
Es esa rabia naciente en el deseo por la vida que fui,
Esa astilla de canela,
Esa hoja de laurel
Esa textura a cerveza.

Aquella mujer es mis mañanas caducas,
Esas que viví y no recuerdo
Mientras me embriagaba torpemente
En aquel destilado de su voz.

Aquella mujer es la impotencia de vivir sin ella,
La perdida de la ilusión de fe;
Es vivir creyéndola mía, aunque con otro esté.
Aquella mujer que fue, es.

sábado, 11 de agosto de 2012

Tal vez

Tal vez si me voy, la ausencia te obligue a pensarme y el vacío se llene de melancolía. Cuando falte por completo mi voz en tu vida, es posible que en las noches desnudas aparezca la sombra de mis dedos sin compañía. Puede ser que cuando el amor no tenga más mi rostro, no te guste el rostro que tome. Las madrugadas en que tus piernas no alcancen ya mis versos, ni mis renglones, ni mis tildes, ni los pixeles, ni siquiera la escasa tinta; tal vez el croquis de mi cuerpo sobre tu terraza atrape tu tristeza. Posiblemente, mi fraternidad te sea un arpón, como se ha vuelto para mí la tuya.

Podrían convertirse tus besos canallas, a los sujetos en tercera persona con voz pasiva, en una suerte de tóxico cardiovascular.

Tal vez con la ausencia, tu cuerpo decida exigirme o caducar; pero no será. Tal vez el agujero negro de lo que fui sea la excusa perfecta para descolgar el cuadro de mi rostro, de tu lóbulo temporal.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Morena

Llegas con las olas
Y te veo al amanecer
Calma matutina
Cómplice y sensatez.
Llegaste con mi certeza,
Morena, a dormir otra vez.
Y volaste cuando el dolor
Nos acarició mutuamente.

Morena, díctame la receta
Para dormir sin tu voz;
Para tenerte, sin extrañarte;
Para poder caminar hoy.

Morena, tú me amaste por primera vez
Y eso significa un para siempre.


Esta noche.

Duerma conmigo esta noche, Princesa.
De la madrugada nos preocuparemos
Cuando la cabeza nos dé vueltas
Y el impertinente sol nos recalque
Las tonterías hechas y la vida muerta.

Duerma esta noche sobre mi almohada, Princesa
Le prometo, que su amor de turno
No se enterará de su rostro ruborizado,
Ni mucho menos, del olor que albergan sus piernas.

Penélope (Parte 2)


Conocí a Penélope siendo todavía muy joven; muy joven ella, muy joven yo. Recuerdo, por sobre todo, su forma de mirar; como, por ejemplo, miraba sin quererlo y como quería sin mirar. Recuerdo, como al poco tiempo, cambié su nombre para mí por el de Tranquilidad, Luego volví a cambiarlo por Alegría y lo seguí cambiando, hasta que finalmente, se llamó Ausencia.
Recién la conocí, pintaba cuanto quería. Yo le pedí constantemente, que me llenara de sus colores, pero la vida, que se cree divertida, no nos dejó. Cómo por ejemplo, aquella madrugada, que sonrojados por el fervor hormonal de esa adolescencia, poco adolescente de preguntas intransigentes e intentos precoces de inteligencia, me confesó que deseaba que me situara desnudo tras su lienzo, mientras ella pintaba; a mí no me importaba que pintara casas, frutas, jesucristos o montañas, mientras que con mi pene indefenso y mis piernas flácidas me exponía a su acogedora mirada. Lo dije que sí, con el tiempo, ella me dijo que no podía; seguramente, después, algún suertudo bastardo pudo situarse en ese lugar en el que quise parame yo.
Yo le enseñé a escupir palabrotas, cada que lo necesitara; a cambio, ella me enseñó a ser decente, cada que pudiera. De mí aprendió que a veces su sonrisa puede nacer de otro corazón; de ella aprendí que estar enamorado tendría final, pero amarle no. Además, ella fue mi maestra ejemplar en la lección que cambió mi vida: Los momentos, los entornos, las canciones para besar habitan esta vida en exceso, por eso no se pueden desaprovechar, pero tampoco hay que materializarlas todas; ella me enseñó ambas posiciones, aunque nunca fue consciente de la segunda.
Alguna noche, me buscó y la busqué (Fue mucho antes de ser quien después fue; fue mucho antes de darme cuenta que yo siempre fui el mismo), llovió, se pasó su futuro y mi presente por nuestra noche, nos sentamos bajo un árbol, nos paramos para alcanzar las luces y luego volvió a llover.
-¿Puedo pedirte algo? –Le babeé
-¿Qué?
-¿Puedo Besarte bajo la lluvia?- Balbuceé, baboseé y agonicé.
-… no puedo mojarme –Sabiamente advirtió.- Lo sabes, me enfermaría mucho.
Allí, me enseño, que la cursilería extrema solo funciona en las películas; cuando funciona. A pesar de esto, siguió amándome; el por qué no lo sé, pero lo hizo y yo me juré ser un poco más sensato y menos estúpido. Con el tiempo y después de mucho caer, lo logré.
Recuerdo, con dulzura, el día que se despidió de mí. Odio el dulce. Me besó y lloró; yo lloré e intenté besarla. El sol debió salir aquella noche, porque recuerdo que no pude dormir. Paseé por mi habitación intentando saber que haría de mi memoria con ella en ese cuarto, por fuera del cuarto; cómo borrar su aliento de mi almohada y cómo sobrevivir, sin tener que quemar la casa, me cuestioné toda la noche. Al final, decidí mudarme; su recuerdo no desapareció, pero pude inundarle de bellas mujeres, que sin mucho significar, pudieron ocultármela en los días y en las noches sin soledad. En el encuentro conmigo, en esas noches que mi único rival fue un tipo que me miraba sórdido desde el espejo, no pude ocultarla jamás. Sabina fue un suertudo si solo demoró 500 noches; lo mío fue, por lo menos, unas 6.200. Los 19 días si fueron suficientes.
Decir que conocí a Penélope es iluso e injusto. Yo fui de Penélope y ella no fue mía, como debía ser. Una noche, de esas en las que no dormía por dibujarle eso que dejó de dibujar, por fotografiarle eso que no fotografió, por escribirle lo que nunca leyó se me ocurrió la fabulosa idea de visitar su casa. Llegué, mientras ella y su familia no sospecharían, me escabullí a su azotea, esa que hasta hace poco había sido cómplice de un par de encuentros furtivamente felices y en la caja de zapatos en la que había guardado mi alma durante años, le dejé una nota, deseando que nunca la encontrara, para no poner en evidencia mi tontería; pero soñando, infantilmente, con que algún día en medio de una limpieza dominical, pudiera encontrarse con el extraño elemento, ajeno a ella, que sin duda alguna reconocería. Me marché, no sin antes fumarme varios cigarrillos un par de metros encima de donde con tranquilidad dormía, esperando que así, y por arte de magia, soñara un poco conmigo.

martes, 7 de agosto de 2012

Penélope (Parte 1)


Recuerdo que esa vez despertó con la habitual extrañeza que manifestaba día tras día, mientras el sol apenas despertaba. Esa mirada ausente, ese tono dulce, ese hacer y no hacer, esa demencia que me crió, ese recuerdo que se le veía en los ojos, que no sabíamos que era, que mantenía presente; eso que era previo a mí, previo a mi padre,  eso que él murió desconociendo y que después de su muerte, ella, nos intentaba ocultar, diciendo que era en Papá en quien pensaba. Pero yo siempre supe que no era cierto, cuando pensaba en mi padre (que lo hacía) su rostro se enfocaba en punto y hasta sus manos miraban eso que ella escogiera para pensarlo; con ese recuerdo ilegible no, podía estar haciendo cualquier cosa, podía hacerlo bien, pero sus ojos dejaban de mirar, era como si buscaran entre tantos rincones y recodos de su cabeza algo que ya no sabía si existía o existió, pero que con cierta frecuencia decoraba con una sonrisa leve y cansada, no de tedio o frialdad, sino que era síntoma inequívoco de los años, de la alegría de hallar real algo que no sabía con certeza, pero que sentía con melancolía y le sonreía con prudencia. Eso, eso era lo que hacía todas las mañanas, eso fue lo que hizo esa mañana, mientras que mecánicamente cumplía con los deberes que ella misma se pedía.

Esa mañana avanzó lentamente, como si ella hubiera acordado con el sol, que cuando ese día llegara, tuviera tiempo suficiente para excavar con tranquilidad, antes que éste se posara, cenital, sobre nosotros: Prendió velas, las apagó, las volvió a prender, navegó durante horas en la bañera, pintó, cocinó para ella, cocinó para mí y si mis hermanos hubieran estado allí, habría tenido tiempo para hacerlo todo de nuevo y cocinar también para ellos. Todo esto, claro está, lo hizo con esa mirada ausente que no abandonó; con pequeños lapsus, que cuando superaba, siempre se reprochaba en silencio, pero que si se los hubiera gritado, no habrían sido más notorios.

Cuando llegó el medio día, recuerdo que se asomó a la ventana.
-¡Qué bonito! -Me dijo
-¿Qué, mamá?
-¿No lo ves? El tono de azul que tiene hoy el cielo –Me aclaró suave, pero inquisitoria, como si fuera una herejía  mi desconocimiento.

Fue hacia su cuarto y sacó la foto de mi padre, la acarició, le dijo algo que no alcancé a escuchar y la guardó. No le gustaba ver su foto mucho tiempo, decía que era amarrarse a dolores del pasado que no se solucionarían.

Prendió un cigarrillo, subió a la azotea de la casa, esa azotea que desde que tengo memoria fue solo suya, que hizo su guarida, su ventana, su bodega, su paraíso, y con los dedos untados de colores se pasó la tarde embriagando blancos lienzos de sus violetas intransigentes, sus rojos leves, sus amarillos predominantes y sus azules omnipresentes.