martes, 7 de agosto de 2012

Penélope (Parte 1)


Recuerdo que esa vez despertó con la habitual extrañeza que manifestaba día tras día, mientras el sol apenas despertaba. Esa mirada ausente, ese tono dulce, ese hacer y no hacer, esa demencia que me crió, ese recuerdo que se le veía en los ojos, que no sabíamos que era, que mantenía presente; eso que era previo a mí, previo a mi padre,  eso que él murió desconociendo y que después de su muerte, ella, nos intentaba ocultar, diciendo que era en Papá en quien pensaba. Pero yo siempre supe que no era cierto, cuando pensaba en mi padre (que lo hacía) su rostro se enfocaba en punto y hasta sus manos miraban eso que ella escogiera para pensarlo; con ese recuerdo ilegible no, podía estar haciendo cualquier cosa, podía hacerlo bien, pero sus ojos dejaban de mirar, era como si buscaran entre tantos rincones y recodos de su cabeza algo que ya no sabía si existía o existió, pero que con cierta frecuencia decoraba con una sonrisa leve y cansada, no de tedio o frialdad, sino que era síntoma inequívoco de los años, de la alegría de hallar real algo que no sabía con certeza, pero que sentía con melancolía y le sonreía con prudencia. Eso, eso era lo que hacía todas las mañanas, eso fue lo que hizo esa mañana, mientras que mecánicamente cumplía con los deberes que ella misma se pedía.

Esa mañana avanzó lentamente, como si ella hubiera acordado con el sol, que cuando ese día llegara, tuviera tiempo suficiente para excavar con tranquilidad, antes que éste se posara, cenital, sobre nosotros: Prendió velas, las apagó, las volvió a prender, navegó durante horas en la bañera, pintó, cocinó para ella, cocinó para mí y si mis hermanos hubieran estado allí, habría tenido tiempo para hacerlo todo de nuevo y cocinar también para ellos. Todo esto, claro está, lo hizo con esa mirada ausente que no abandonó; con pequeños lapsus, que cuando superaba, siempre se reprochaba en silencio, pero que si se los hubiera gritado, no habrían sido más notorios.

Cuando llegó el medio día, recuerdo que se asomó a la ventana.
-¡Qué bonito! -Me dijo
-¿Qué, mamá?
-¿No lo ves? El tono de azul que tiene hoy el cielo –Me aclaró suave, pero inquisitoria, como si fuera una herejía  mi desconocimiento.

Fue hacia su cuarto y sacó la foto de mi padre, la acarició, le dijo algo que no alcancé a escuchar y la guardó. No le gustaba ver su foto mucho tiempo, decía que era amarrarse a dolores del pasado que no se solucionarían.

Prendió un cigarrillo, subió a la azotea de la casa, esa azotea que desde que tengo memoria fue solo suya, que hizo su guarida, su ventana, su bodega, su paraíso, y con los dedos untados de colores se pasó la tarde embriagando blancos lienzos de sus violetas intransigentes, sus rojos leves, sus amarillos predominantes y sus azules omnipresentes.

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