Conocí a Penélope siendo todavía muy joven; muy joven ella, muy
joven yo. Recuerdo, por sobre todo, su forma de mirar; como, por ejemplo,
miraba sin quererlo y como quería sin mirar. Recuerdo, como al poco tiempo,
cambié su nombre para mí por el de Tranquilidad, Luego volví a cambiarlo por
Alegría y lo seguí cambiando, hasta que finalmente, se llamó Ausencia.
Recién la conocí, pintaba cuanto quería. Yo le pedí
constantemente, que me llenara de sus colores, pero la vida, que se cree
divertida, no nos dejó. Cómo por ejemplo, aquella madrugada, que sonrojados por
el fervor hormonal de esa adolescencia, poco adolescente de preguntas
intransigentes e intentos precoces de inteligencia, me confesó que deseaba que
me situara desnudo tras su lienzo, mientras ella pintaba; a mí no me importaba
que pintara casas, frutas, jesucristos o montañas, mientras que con mi pene
indefenso y mis piernas flácidas me exponía a su acogedora mirada. Lo dije que
sí, con el tiempo, ella me dijo que no podía; seguramente, después, algún
suertudo bastardo pudo situarse en ese lugar en el que quise parame yo.
Yo le enseñé a escupir palabrotas, cada que lo necesitara; a
cambio, ella me enseñó a ser decente, cada que pudiera. De mí aprendió que a
veces su sonrisa puede nacer de otro corazón; de ella aprendí que estar
enamorado tendría final, pero amarle no. Además, ella fue mi maestra ejemplar
en la lección que cambió mi vida: Los momentos, los entornos, las canciones
para besar habitan esta vida en exceso, por eso no se pueden desaprovechar,
pero tampoco hay que materializarlas todas; ella me enseñó ambas posiciones, aunque
nunca fue consciente de la segunda.
Alguna
noche, me buscó y la busqué (Fue mucho antes de ser quien después fue; fue
mucho antes de darme cuenta que yo siempre fui el mismo), llovió, se pasó su
futuro y mi presente por nuestra noche, nos sentamos bajo un árbol, nos paramos
para alcanzar las luces y luego volvió a llover.
-¿Puedo
pedirte algo? –Le babeé
-¿Qué?
-¿Puedo
Besarte bajo la lluvia?- Balbuceé, baboseé y agonicé.
-… no puedo
mojarme –Sabiamente advirtió.- Lo sabes, me enfermaría mucho.
Allí, me
enseño, que la cursilería extrema solo funciona en las películas; cuando
funciona. A pesar de esto, siguió amándome; el por qué no lo sé, pero lo hizo y
yo me juré ser un poco más sensato y menos estúpido. Con el tiempo y después de
mucho caer, lo logré.
Recuerdo, con dulzura, el día que
se despidió de mí. Odio el dulce. Me besó y lloró; yo lloré e intenté besarla.
El sol debió salir aquella noche, porque recuerdo que no pude dormir. Paseé por
mi habitación intentando saber que haría de mi memoria con ella en ese cuarto,
por fuera del cuarto; cómo borrar su aliento de mi almohada y cómo sobrevivir,
sin tener que quemar la casa, me cuestioné toda la noche. Al final, decidí
mudarme; su recuerdo no desapareció, pero pude inundarle de bellas mujeres, que
sin mucho significar, pudieron ocultármela en los días y en las noches sin
soledad. En el encuentro conmigo, en esas noches que mi único rival fue un tipo
que me miraba sórdido desde el espejo, no pude ocultarla jamás. Sabina fue un
suertudo si solo demoró 500 noches; lo mío fue, por lo menos, unas 6.200. Los
19 días si fueron suficientes.
Decir que conocí a Penélope es
iluso e injusto. Yo fui de Penélope y ella no fue mía, como debía ser. Una
noche, de esas en las que no dormía por dibujarle eso que dejó de dibujar, por
fotografiarle eso que no fotografió, por escribirle lo que nunca leyó se me
ocurrió la fabulosa idea de visitar su casa. Llegué, mientras ella y su familia
no sospecharían, me escabullí a su azotea, esa que hasta hace poco había sido cómplice
de un par de encuentros furtivamente felices y en la caja de zapatos en la que
había guardado mi alma durante años, le dejé una nota, deseando que nunca la
encontrara, para no poner en evidencia mi tontería; pero soñando,
infantilmente, con que algún día en medio de una limpieza dominical, pudiera
encontrarse con el extraño elemento, ajeno a ella, que sin duda alguna
reconocería. Me marché, no sin antes fumarme varios cigarrillos un par de
metros encima de donde con tranquilidad dormía, esperando que así, y por arte
de magia, soñara un poco conmigo.
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