miércoles, 8 de agosto de 2012

Penélope (Parte 2)


Conocí a Penélope siendo todavía muy joven; muy joven ella, muy joven yo. Recuerdo, por sobre todo, su forma de mirar; como, por ejemplo, miraba sin quererlo y como quería sin mirar. Recuerdo, como al poco tiempo, cambié su nombre para mí por el de Tranquilidad, Luego volví a cambiarlo por Alegría y lo seguí cambiando, hasta que finalmente, se llamó Ausencia.
Recién la conocí, pintaba cuanto quería. Yo le pedí constantemente, que me llenara de sus colores, pero la vida, que se cree divertida, no nos dejó. Cómo por ejemplo, aquella madrugada, que sonrojados por el fervor hormonal de esa adolescencia, poco adolescente de preguntas intransigentes e intentos precoces de inteligencia, me confesó que deseaba que me situara desnudo tras su lienzo, mientras ella pintaba; a mí no me importaba que pintara casas, frutas, jesucristos o montañas, mientras que con mi pene indefenso y mis piernas flácidas me exponía a su acogedora mirada. Lo dije que sí, con el tiempo, ella me dijo que no podía; seguramente, después, algún suertudo bastardo pudo situarse en ese lugar en el que quise parame yo.
Yo le enseñé a escupir palabrotas, cada que lo necesitara; a cambio, ella me enseñó a ser decente, cada que pudiera. De mí aprendió que a veces su sonrisa puede nacer de otro corazón; de ella aprendí que estar enamorado tendría final, pero amarle no. Además, ella fue mi maestra ejemplar en la lección que cambió mi vida: Los momentos, los entornos, las canciones para besar habitan esta vida en exceso, por eso no se pueden desaprovechar, pero tampoco hay que materializarlas todas; ella me enseñó ambas posiciones, aunque nunca fue consciente de la segunda.
Alguna noche, me buscó y la busqué (Fue mucho antes de ser quien después fue; fue mucho antes de darme cuenta que yo siempre fui el mismo), llovió, se pasó su futuro y mi presente por nuestra noche, nos sentamos bajo un árbol, nos paramos para alcanzar las luces y luego volvió a llover.
-¿Puedo pedirte algo? –Le babeé
-¿Qué?
-¿Puedo Besarte bajo la lluvia?- Balbuceé, baboseé y agonicé.
-… no puedo mojarme –Sabiamente advirtió.- Lo sabes, me enfermaría mucho.
Allí, me enseño, que la cursilería extrema solo funciona en las películas; cuando funciona. A pesar de esto, siguió amándome; el por qué no lo sé, pero lo hizo y yo me juré ser un poco más sensato y menos estúpido. Con el tiempo y después de mucho caer, lo logré.
Recuerdo, con dulzura, el día que se despidió de mí. Odio el dulce. Me besó y lloró; yo lloré e intenté besarla. El sol debió salir aquella noche, porque recuerdo que no pude dormir. Paseé por mi habitación intentando saber que haría de mi memoria con ella en ese cuarto, por fuera del cuarto; cómo borrar su aliento de mi almohada y cómo sobrevivir, sin tener que quemar la casa, me cuestioné toda la noche. Al final, decidí mudarme; su recuerdo no desapareció, pero pude inundarle de bellas mujeres, que sin mucho significar, pudieron ocultármela en los días y en las noches sin soledad. En el encuentro conmigo, en esas noches que mi único rival fue un tipo que me miraba sórdido desde el espejo, no pude ocultarla jamás. Sabina fue un suertudo si solo demoró 500 noches; lo mío fue, por lo menos, unas 6.200. Los 19 días si fueron suficientes.
Decir que conocí a Penélope es iluso e injusto. Yo fui de Penélope y ella no fue mía, como debía ser. Una noche, de esas en las que no dormía por dibujarle eso que dejó de dibujar, por fotografiarle eso que no fotografió, por escribirle lo que nunca leyó se me ocurrió la fabulosa idea de visitar su casa. Llegué, mientras ella y su familia no sospecharían, me escabullí a su azotea, esa que hasta hace poco había sido cómplice de un par de encuentros furtivamente felices y en la caja de zapatos en la que había guardado mi alma durante años, le dejé una nota, deseando que nunca la encontrara, para no poner en evidencia mi tontería; pero soñando, infantilmente, con que algún día en medio de una limpieza dominical, pudiera encontrarse con el extraño elemento, ajeno a ella, que sin duda alguna reconocería. Me marché, no sin antes fumarme varios cigarrillos un par de metros encima de donde con tranquilidad dormía, esperando que así, y por arte de magia, soñara un poco conmigo.

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