domingo, 10 de noviembre de 2013

Siempre la ausencia

Opto por enamorarme de las ausencias. De Leticia me enamoré justo en el momento en el que se despidió, luego de haberme pedido una última calada, cuando mi cuello y mi cigarrillo todavía conservaban el rastro de su aroma. Ella caminaba hacia el espacio donde mis ojos miopes sólo ven manchas y de a pocos ella, que minutos antes era sudor contra mi pecho, se convirtió en una mancha más. Fue ahí cuando su sombra, lo único que dejó, se volvió mi amor.

Me enamoro en la ausencia, porque sólo allí puedo descubrir qué quedó al final. Qué es lo que no se irá. Así fue con la chica de extraño nombre, quien se disculpaba por su tristeza, mientras yo intentaba secar un par de sus lágrimas; mientras intentaba hacerla sonreír. Fue cuando se marchó y cuando la luz roja no la acarició más, que contemplé cómo su bellos ojos brillantes y oscuros ya me hacían falta. No podría sentir que fuera triste. Es el vacío, siempre, mi parte favorita de las personas, aun de mi madre con sus confesiones y consejos post mortem. La pequeña libreta de La Mujer, de páginas ocre, con manchas de tinta y humedad, que me dejó cuando partió para que yo evitara recordar cualquier cosa que no estuviera dentro de sus intereses, confirmándome su cínico pero delicioso interés por construir con premeditación su figura exacta en mis recuerdos y su silueta perfectamente delineada en mi olvido.

Y es que es en la ausencia, en la nostalgia por lo que fue, en el dolor en donde relucen los desencuentros, los gritos, los mordiscos, lo grotesco, es la suciedad lo que va encontrando espacio. Sentándome en el andén de mis tardes, cuando pasa gente que no me conoce y cuando me escondo de la que me conoce, amo sus ausencias, sueño con reencuentros que no ocurrirán o celebro que hay un lugar, aunque oscuro y frío, en donde habitan tanto ellas como yo. Como con La Belleza, quien se despidió en medio de la lluvia y la amargura del cigarrillo y el café, como en un tango mal cantado, conservando sus trazos, una foto de su sonrisa, una tarde que lloró por nosotros y la ausencia, siempre la ausencia, de las calles que ya no camina.

domingo, 11 de agosto de 2013

Tantas mujeres

No es casualidad que muerte, melancolía y noche sean palabras de género femenino; igualmente, no es casualidad que anhelo y grito no lo sean.

Caduco cíclicamente y cada que resurjo, es una de ellas quien sedúceme a desaparecer. Agradezco la intención.

Ya sea en ojos pétreos y oleaginosos, que desarman hasta mi más firme ímpetu. O, bien, en esos que más son ámbar que verdes; cándidos, cínicos, maliciosos, descarados, granujas, traviesos... ¡Ah! Cuán seductores son los ojos bribones de la melancolía. Ya sea en unos o en otros, doblegado, siempre caigo sin tesón ante ellas.

Y es que cuando no es alguna de ellas quien doblega mi voluntad, siempre aparece otra, sea la voz, sea la belleza, sea la razón, sea la insensatez, sea la lluvia o la mañana, siempre llega una mujer a recordarme que no soy autónomo, que no me valgo de mí mismo. Malditas sean, todas, malditas por abandonarme cada que les provoca; por dejarme ir, cada que se me antoja. Malditas todas las hijas de Zeus, de Eva y de Visnú.

Pero, aun con la fortaleza de todas ellas, no hay mujer más implacable, no hay alguna más detestable, no ninguna más adorada que la estruendosa provocación. Mujer, que es provocación; provocación, que es mujer. Es de cobardes abandonar una confrontación, pero es de estúpidos continuar una disputa, cuando no hay posibilidad de ganar. Saberse derrotado y continuar la lucha es de cínicos. El cinismo, por su puesto y por lo pronto, ha de ser hombre y yo, idiota que soy, he de ser un hombre cínico.

Les maldigo, mujeres. A todas ustedes les debo que en las noches no pueda dormir, no poder habitar este planeta sin mirar a mi alrededor. Les maldigo, agradecido por corroer plácidamente esta insípida voz.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Aquella noche

Aquella noche, entre la fatiga, se me camufló un soplo de gozo. A pocos días de haber sido presente el pasado, ya dudo recordar su rostro y creo que mi imagen de ella es más ficción que cualquier otra cosa. Y aun así, aquella noche encontré sus ojos en un rincón caluroso; emanando alcohol, sudor y ganas. Sedientos, inapropiados, cínicos, carentes.

Aquella noche, la censura no se me cruzó por la cabeza. La noche empezó sin saber quién era ella y, cuando termino, ninguno de los dos sabía quiénes eramos.

Me encontré mirándole a los ojos y por un par de minutos olvidé cómo hablar, quién era, en dónde estaba, qué sería de mi vida luego de esa noche. La conversación fue muy corta, el diálogo no lo fue. Me contó de su fascinación por el calor, de los caprichos de su cuerpo, de la nostalgia que siente, de sus intervalos para fumar cada tanto, de su poca preocupación; pero no me dijo nada acerca de ello. Fue mí dolor, mi pena, mi redención, mi emoción, mi sueño, mi perdición, mi muerte y mi aberración; a pesar de ello, si le preguntan al mundo, por esas horas ninguno de los dos existió. Aquella noche, no me contó cuántos hermanos tiene, ni cómo cocina su mamá; no me dijo cuántos hijos quiere tener, ni si desea envejecer, no sé cuál es su color favorito, ni como prefiere el café, pero la conocí tanto que, hoy, casi me siento culpable por involuntariamente olvidarle.

Luego, el recuerdo es un poco difuso. Sé que me despedí de ella cuando ya el sol, siempre tan inoportuno, opinaba que no deberíamos vernos más. No hubo despedidas, no hubo promesas, no hubo planes, no sé qué hizo al día siguiente, no sé qué hizo los días después; yo la miré por última vez, ya con sus ojos verdes sometidos a la violencia de luz matutina, y ella autorizó mi partida. Yo dejé uno de mis tantos últimos alientos de vida, ella dejó sobre mi cuello un frágil recuerdo de las yemas de sus dedos y oficialmente acabo aquella noche para los dos.

Aquella noche se llamo Leticia y nunca más volverá a llevar ese nombre. Nunca más la volveré a ver, a ella y a esa noche; a esa noche y a ella. A ellas dos, que fueron el mismo ser.

domingo, 14 de julio de 2013

De sus piernas a mi boca

Y miré a mi alrededor, con la cabeza adolorida y todavía mareado, pero no pude ver nada que llamara mi atención. Me escondí entre la penumbra, que otorgaba mi persiana, de la euforia del día soleado. Me mantuve por horas aletargadas con el malestar bien ganado de la noche anterior y con el recuerdo de sus piernas de muchos días atrás. Me bebí, como correspondía, los restos de alcohol que quedaban entre latas y botellas, para luego caer sumiso ante los caprichos de mi cuerpo imposibilitado y, de nuevo, recordé sus piernas.

No fue una buena idea, no tomé las decisiones acertadas. No supe, ni sé, cuándo debí parar. Mi espalda dolía, la garganta no respondía y mi labio inferior ardía, ausente de mordeduras. Era un cuadro clínico patético, era el cinismo típico que regresaba cada que intentaba acallar voces que todavía no sé de dónde surgen. Mi lecho de muerte truncado. Podía sentir cómo aumentaba mi miopía, cómo se evaporaba mi saliva, cómo se retorcían mis vísceras; el sofoco era insoportable y de nuevo, aparecía ella y el recuerdo del sabor de sus piernas aplacaba un poco la resequedad en mi boca.

El deseo y las ganas eran un tema confuso. La soledad, pero sobre todo la desolación, eran compañeras aún más amargas e ingratas, aunque mucho más cómodas. Yo, en proceso de putrefacción, agonizando por voluntad propia, y seguía pensando en ella. Era incómodo, además de vergonzoso.

Era ella, aquella tarde en mi cabeza, el delirio del maldito y el placebo de quien agoniza por una gripa insulsa. Era más fácil penar por extrañar su aroma e intoxicarme con su ausencia, que por el sufrimiento físico que no duraría más de dos horas.

Sólo de vez en cuando despertaba de la fantasía de su recuerdo; cuando era insoportable la incomodidad o cuando el calor empezaba a cocer a fuego lento mis sesos. Me quejaba, intentaba dormir, hablaba solo, me escondía entre mis cobijas, me obligaba a recibir la candidez del día veraniego, y volvía a refugiarme. Pero, de pronto, mientras volvía a cesar la pena, reaparecía el sabor de sus piernas y sanaba un poco la resequedad de mi boca.

lunes, 24 de junio de 2013

La Orillera

Moriré de madrugada
y será en Medellín.
Volveré, sumiso,
a la hora del amanecer.
Volveré, porque he de morir.
Volveré, aunque no me haya ido.

Ella, esperará por mí
como espera siempre el amor.
Ella, esperará mi regreso
entre el dolor
y el llanto
como espera siempre el amor.

Y es que fue allí,
con ella, en ella,
en dónde conocí su aroma.
Ese perfume de ron
balas y sudor
que me enamoró
durante las noches, embriagados de nostalgia,
amados durante el limbo de las horas
en las que nace el día
cuando no llega a ser de madrugada
pero ya no es media noche.
Cómo no querer volver
si fue en ella,
una madrugada ya hace mucho tiempo,
en la que se me destinó morir.

En ella,
que no revela su verdadero nombre,
perdí todo cabal
que pude algún día tener.
Me adentré hacia el margen,
llegué a la orilla
y me enterré.
Fue ella
quien entre guiños e insinuaciones
me pidió no escuchar
lo que por obligación
debía decir.
Ella que me enamoró con putería
con barbarie, con violencia.
Ella me enseñó el agresivo calor del amor.

Moriré
volveré
naceré
Ella siempre estuvo antes que yo.
Se irá mucho después de mí.

La bauticé La Orillera
hace muchas muertes
en medio de una borrachera
cuando sólo ella me escuchó
y aunque muchos otros la nombraron
y muchos más lo harán
le puse un nombre para mí
para que me odie cada que lo recuerde.
Porque la odio, volveré a morir;
para que me odie, volveré a morir.

Moriré de madrugada
y será en Medellín.
porque entre madrugadas la amé
porque entre madrugadas me odió.
Moriré
porque allí nací
porque allí me maldijo.
Allí, ella, me obligó a amarla;
allí, la obligue a hacerme daño
sólo como yo quise.
Moriré, una vez más,
por penúltima vez
cuando deje de respirarle
y un ron sin beber
cantará por mí,
a ella
para embriagarla a mi nombre
una vez más.

Moriré así, aunque no ocurra jamás.
La Orillera se obligará a repetir que no me recuerda
Aunque nunca más me pueda olvidar.

sábado, 1 de junio de 2013

Volver

Vuelvo, sin saber a ciencia cierta por qué, cuándo o si de verdad me fui. Al mirar el espejo, puedo corroborar que mi rostro no es el mismo. Vuelvo, pero sin buenas nuevas; vuelvo, buscando ayuda, pidiendo a gritos mi auxilio, dado que decidí huir de todo aquel que pudiera darme esbozos de calma, como se ha vuelto costumbre. Pido por mí, frente a una deidad vacía. Intercedo por mí ante mí. La ilusión de compañía sólo confunde a mí soledad. Vuelvo en busca de mí, porque llevo meses siendo un muerto dentro de mi cuerpo. Me ahogo.

Vuelvo a escribirme, porque me encierra el miedo. No hago nada por mí y sólo trato mal. Paso noches en vela girando alrededor de la belleza, pero cuando llega el día, no soy capaz de buscar a quien ocupaba mi insomnio. No quiero hacer nada de lo que me piden, no hago nada de lo que quiero. Miento, engaño, me escondo, tengo miedo. No me interesa hablar, no me interesa escuchar. Paso las mañanas fumando, para evitar despertar; me paso las tardes fumando, para evitar hablar; me paso las noches fumando, para evitar escuchar. Quiero buscarle e invitarla a pasar un rato conmigo, a contarle que un recuerdo frágil de sus ojos y de su beso (o tal vez, sólo un sueño) sirve para alimentar algo que no tiene ni razón, ni sentido, pero que me mantiene despierto cada vez que su silueta se me insinúa en cada sombra. Quisiera buscarle y contarle que deseo que se marche pronto, no porque quiera que se vaya, pero sí porque la ida implica gran parte de su alegría. Quisiera escucharle, en medio de la lluvia, entre el frío y tan solo sonreírle como idiota. Quisiera buscarle, porque sé que se irá y aunque no quiera que se quede, ni que me ame, ni que me recuerde, ni que me espere, ni que me extrañe; quisiera contarle que en las madrugadas la sueño, porque en las noches busco que me acompañe. Pero no lo he hecho, porque hasta ahora vuelvo; no lo he hecho, porque ni siquiera yo soy capaz hablarme.

Vuelvo a escribirme, porque me necesito. Vuelvo, porque me cansé de ese maquillaje vacuo de tontería, risa y charlatanería en el que me escondo. Vuelvo para ver si algún día soy capaz de darle la cara al mundo. Repito, repito y repito que vuelvo, pero todavía no me veo por ningún lado.

sábado, 9 de marzo de 2013

Él, que siempre fui yo.

Él, que era yo, llegó de nuevo a seguir de largo; a andar de paso. Seguía siendo, a pesar de los días, una ilusión entre horas; desazón en hora de bares. Él, que era yo,  seguía siendo la tranquilidad ajena.

Ella, que era cualquiera, seguía apareciendo a deshoras, justo cuando él dormía. Tomaba rostro, cuerpo o voz, pero nunca todos al mismo tiempo. Él, que no salía a buscarla porque podía encontrarle. Ella, que podía ser alguna, dejaba de serlas justo cuando él creía que tal vez podría ser solamente una. Algunas, que eran ella, en un beso despertaban.

Yo, que era él, decidí jugar por jugar, por no dejar, hacer por hacer, sin más deseo que al despertar poder desaparecer con facilidad. Ella, yo, algunas y él, decidimos, por economizar pesares, por malgastar azares, por burlar los encuentros, que era más fácil sofocarnos a besos que quedarnos a hablar. Él, que era alguno, prefirió esperar a que fuera tarde y obligarse a caminar.

jueves, 17 de enero de 2013

Compañía


Vos, allá. No sé si es la noche, no sé si es la cafeína, no sé si ya estoy tan intoxicado que la coherencia no se me es permitida. Hoy recuerdo noches que no fueron y días que se van con conversaciones dolorosas, con estupideces de esas que permiten descansar. Yo no te amo, vos no me amás; está claro que nuestra presencia, si se le puede llamar presencia, es una circunstancia, pero es la complicidad, la absurda y cínica complicidad, la que hace que yo me quede esperando cada noche, como si en mi trayecto entre la sala y la cocina o entre la cocina y la sala te fuera a encontrar. La candidez es mi propiedad más lastimera y la que me hace un holgazán.

Vos, allá, con tu soledad como es debido; yo con la mía, siendo coherente y vacío. Si yo abandonara mi soledad solo sería un ciego esperando el golpe, consciente de que llegará, a la espera para poder quejarme porque nadie me avisó y llamando la atención. No podría permitírmelo, no querría pedírtelo. Es la complicidad, no la compañía, lo que necesito de vez en cuando por corto tiempo ¿Quién dijo que la eternidad no podía durar semanas o días u horas? Al fin y al cabo, lo bello de la eternidad es que acaba, como todo, con todo, conmigo acá, con vos allá.

La compañía que yo me permito es la complicidad. Vos, con tu soledad; yo, con la mía, encontrándonos cíclicamente, en puntos de intersección a los que yo llamaría belleza, sin dejar de estar solos: yo siempre lo estaré, vos siempre lo estarás. Serían, sólo, tu soledad cerca de la mía; solos, buscándonos y dejándonos atrás.

Es la complicidad mi método favorito de compañía: vos lejos, allá; yo cerca, acá. Encontrémonos constantemente, hasta que nos debamos marchar; igual, al final, siempre partimos. Hagamos una fiesta previa celebrando nuestra partida, aunque nos acabemos de encontrar.

miércoles, 9 de enero de 2013

Consumiéndonos la noche

La piel como excusa
su piel como la mía.
Una sonrisa como miedo
de ella a algo
de mí a ella.

La seducción en los ojos
y el deseo ascendiendo por el pecho.
Un impulso perdido en el recuerdo.
Pronto
la siguiente imagen
sus labios
abrasivos, húmedos, cercanos, tibios
y luego
continúa
consumiéndonos la noche,
en una mezcla de complicidad y deseo,
con lo que parecieran
fragmentos cortos de eternidad.

Entonces, la vida sigue
como sigue cada día.
Su nombre sigue siendo lo mismo
sus ojos me han de mirar igual
ni será la mujer de mi vida
ni le pediré que no se marche jamás.
Pero algo sí cambió
y es que al otro día
el calor de su boca,
o lo que quedó de él,
se mezcló con el de la mañana
y se secó, entre mis dientes y mis labios,
un aroma a ella
con el que me bastará.

martes, 8 de enero de 2013

Yo como contradicción

¿Qué tan complicado es de entender? Lo único que deseo es que nadie espere que puedo ser su soporte, aunque lo pueda ser; así como lo hago yo. No soporto que la gente espere; no soporto que me conozcan, porque sé que no lo hacen, ni siquiera yo lo hago. No me gusta esperar nada, no me gusta que esperen de mí. No entiendo qué razones habría para querer esperar algo de alguien. No me cabe en la cabeza, no me cabes en la cabeza, no me caben en la cabeza, no me quepo en la cabeza.

Soy un hombre cínico, cascarrabias, caprichoso, terco y egoísta ¿Qué tan complicado de entender es? Puedo tener el deseo de alegrarle la vida  alguien, puede nacer en mí el deseo de sacarle una sonrisa; pero no puedo soportar que espere que lo haga. No puedo. Me queda imposible entender. No quiero ser nada para nadie, ni para mí. Quiero sorprender a alguien con un gesto que le alegre, así como también quiero sorprenderle con una mirada llena de vacío ¿Qué es tan complicado de entender?

No soporto que intenten entenderme, simplemente no soporto defraudar a nadie. No espere de mí, le defraudaré, eso sí puedo prometerlo.

Si puede hacerme un favor, le pediría que no espere nada de mí; yo haré, sencillamente, lo mismo. Siempre lo hago.

No me entienda, no lo podrá hacer, se lo aseguro. Ni siquiera yo intento hacerlo.

No me espere, no esperaré por usted.