martes, 25 de diciembre de 2012

Voy con una camisa harapienta y unos días caducos.

Algunas veces escribo para alivianar carga en el maletero, algunas otras lo hago para mantener vivos los demonios. Otras tantas, aun más recurrentes, termina siendo un vicio inoficioso. Me gustan los vicios inoficiosos, como fumar o buscar un par de piernas de mujer entre mis recuerdos y llevarlas amarradas a mi abdomen. De ese tipo de vicios te estoy hablando.

Me gustan los sustantivos con de género femenino: la lluvia, la soledad, las noches, las tortugas, la luna, la perversión, la violencia, la ella, las ellas. Quizá por eso les escribo, a todas; por eso y porque ninguna es ni será mía, y así me gustan, pero también me gusta pensar que con palabras lo serían, así fuera sólo mientras llega el punto final. Todas deben acabarse, marcharse, todos, todo. Si nada se marchara ¿en dónde habitarían la seducción y el encanto?

Es que es la despedida la mejor parte de la llegada (la despedida, sí, también es ella), al fin y al cabo es la única que es para siempre. Hablo de las reales, no de esas tibias e insípidas que no determinan, no aran las vísceras, no duelen; esas no son más que aberraciones.

Me gustan más las mujeres de ojos negros, de opacas luces, impenetrables, intocables, inmóviles. Me gustan por imposibles, porque en ellos es más difícil quedarse, porque son, inevitablemente, más violentos en la furia, más brillantes en la ducha, más bellos al blanco y negro.

Escribir, como te digo, no es más que otro de esos vicios inútiles que llenan mis días vacíos. Uno más, como el café oscuro y sin azúcar, después de media noche, o los rostros desnudos que busco con afán en cada calle que transito, que no intervengo, que no llamo, que no habito; que están ahí para potenciar mis días caducos.

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