viernes, 29 de abril de 2011

Una sonrisa.

Recuerdos de cientos de noches en vela, de excesivas horas de agobio, de cantidades inmensurables de café. Tan inolvidable, o puede que no; Prefiero creer que lo que importa es lo que no se dice.

Miles de gotas, montones de sonrisas, exceso de ocio. Y al final de la jornada, lo que aparece es siempre un pequeño brillo, al fondo, casi imperceptible para todos, pero no lo parece para mí. Siempre me pierdo las mañanas, siempre me ausento en su llegada. Pero nunca conocí igual.

No soy nada, no tengo nada y no me interesa, pero al final del día, cuando las almas duermen y cuando la vida parece apagarse de a pocos y por segundos, aparece, de nuevo, ese pequeño resplandor, salvando mi desvelo.

Siempre hace tanto bien, siempre aparece brilla y se va, no es mia, no lo sera, pero se agradece su presencia. Ir al sol, o a la vuelta de la esquina, ya sea bien lejos o perder la cabeza quedándonos en nuestro lugar. Delirante, es cierto, pero agradable; por donde quiera aparecer, por donde sea que llegue. Hablarle de lo que sea, de su noche, de su ausencia, de frescura, de mis demonios, de mis incoherencias, de mis babosadas; de lo que sea.

No conocí con esa mirada o con esa piel, nunca antes. Y ese destello, al final de mi vida cotidiana, no podría ser más que esa inolvidable, esa gratificadora e imaginaria sonrisa.

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