miércoles, 29 de agosto de 2018

Una constante condena al pasado: en total siete despedidas (Parte final)

Soy un agnóstico con la fea costumbre de creer en designios divinos, alineaciones cósmicas o predestinaciones, aunque yo prefiero llamarles volteretas del azar. El nombre es lo de menos. Tal vez tenga que ver con mi formación temprana acompañado por monjas misioneras o por ser hijo de una atea y un agnóstico fascinados por los misticismos. Las malas mañas se aprenden en la casa. Eso y una constante y temprana sobreexposición al melodrama telenovelero todas las noches antes de irme a acostar durante la infancia me han dotado de la capacidad para armarme culebrones de la más delicada filigrana durante toda mi vida.

Ahora que lo pienso con detenimiento, siempre he sido un espécimen contradictorio: el tipo tranquilo que se arma melodramas, el punkero que siempre amó bailar todo tipo de ritmos tropicales y que llegaba a su casa a escuchar baladas románticas por elección propia, el tipo callado que no para de hablar, el cocinero que adora la repostería pero no le gusta ni el helado ni el chocolate. En fin, yo prefiero pensar que soy complejo.

Dos meses después de lo narrado anteriormente me reencontré con Juana y ya sentía que el encanto que nos había habitado a finales del año anterior había mermado. Esa vez me aclaró al final de nuestro reencuentro que prefería no complicarse la vida.

No sé bien qué fue, el amor como tal aún no nos habitaba y ella había sido muy clara, pero seguíamos en contacto y mucho, y nos veíamos y siempre era claro que no iba a suceder nada. Y de un momento a otro empezó a suceder de todo. Me contó que el sujeto con el que salía cuando bailamos por primera vez, el único testigo de aquella noche, había previsto nuestro romance y alguna vez se lo confesó, yo armé mis conjeturas y me convencí solito de los designios sobrenaturales que nos habían juntado. En cuestión de un mes y habiéndonos visto poco a lo largo de lo que iba del año, ya había indicios de un romance.

Era abril y ella regresó después de una prolongada ausencia que yo conté minuto a minuto. Regresó un domingo al mediodía y ese mismo domingo en la noche ya nos estábamos encontrando. Vimos tal vez la película más aburridora que podíamos haber encontrado y para colmo la disfrutamos. Esa noche fue bien particular. Ella me contó de la entrevista de trabajo en otra ciudad que había presentado por Skype y de las mínimas posibilidades que tenía de que la contrataran, nos encontramos a un borracho que me incitaba, a los gritos y con mucha prudencia, a que la besara, que dejara de ser roncón, que viera cómo me miraba. Ella y yo, que nos hacíamos los que no escuchábamos, no parábamos de reír. Esa noche amanecí en su casa, tal vez por segunda o tercera vez, ya sentía cosas fuertes y no me atemorizaban mucho. En la mañana me desperté a prepararle el desayuno y justo cuando estaba en medio de un tomate picado, le sonó el celular. Se alejó varios minutos y cuando regresó era incapaz de leer su expresión. Me contó que la habían contratado, que viajaba esa misma semana. Yo sentí cómo la cámara lenta se reproducía y la música triste sonaba en off mientras ella me decía que iba a avisarle a su familia. Creo que nunca corté un tomate con tanto dolor. Entre sonrisas con algo de insatisfacción comimos y yo la abracé antes de irme, como si mi vida dependiera de ello. Quería decirle que se quedara, que no se fuera, que cómo me iba a dejar ¡A mí! el tipo con el que se había dado besos en una finca y con el que llevaba saliendo, a duras penas, hacía un mes. Me fui esa tarde de su casa jurando que no volvería y sumen una despedida más.

Es bien rara esa cualidad que tiene la vida (o las volteretas del azar), pero les juro que yo sentí que no la volvería a ver en mucho tiempo. Con Paula fue con la primera persona que hablé del tema. Ella me sugirió que estuviera pendiente de su arribo, que la acompañara a la distancia, sin más, por mero cariño, porque sabía que lo más duro de llegar a un lugar nuevo, de imprevisto y a reiniciar la vida, era justamente la soledad. Yo me propuse hacerlo sin intención de nada distinto que estar ahí, ayudando. Pero el azar tiene formas misteriosas de actuar y el día que viajaba, minutos antes de abordar el bus, se me apareció. Dijo que quería despedirse una última vez. Nos acompañamos en los minutos previos, yo aproveché para sacarle tantos besos y abrazos como pude, o ella a mí; no sé. Agarró una servilleta y minutos antes de irse me la entregó marcada con un beso dibujado con su labial y una nota. Quise detenerla una vez más, pero nunca me ha alcanzado la valentía para impedirle a alguien querido su necesidad de crecer. Ni la valentía, ni la hijueputez ¿Ustedes han sido conscientes alguna vez del momento exacto en el que se han enamorado? Yo sé que con ella fue justo ahí, habría que preguntarle a ver cuándo se enamoró ella de mí. Una despedida más a la cuenta.

No pienso ahondar mucho en detalles. No habría forma de hacerle justicia a toda la dicha de los muchos meses que prosiguieron y no cabría tanto amor en palabras. Me limitaré a decir que fui a visitarle, más de una vez, y a punta de amor y deseo terminé zambulléndome de cabeza en una relación que no buscaba, que no quería y que disfruté como pocas cosas en la vida. Que regresó al poco tiempo y fuimos tan felices que rara vez se nos vio en redes sociales, que nos dedicamos juntar besos a las seis de la mañana, que nos acompañamos el sentimiento y nos bastó con la vida no más.

Y se preguntarán ustedes: y si eran tan felices ¿Por qué terminaron? Muy buena pregunta. Verán, empezó a suceder que con el tiempo y en medio de la dicha empecé a sentir que, si bien era feliz a su lado, cuando estaba lejos de ella me sentía incompleto y no era capaz de permitirme eso. Durante meses luche contra ello, pero al final, en una noche cualquiera en la que necesitábamos hablar, decidí que nuestra relación debía terminar. Y bueno, si el problema era cuando no estaba con ella, ¿por qué debía terminar justo con  lo que no me hacía infeliz? Hoy, con mucha mayor claridad puedo decir que ese problema estaba empezando a afectarnos a los dos y sabía que era cuestión de tiempo para que yo ya no pudiera cargar con ella la relación y no podía permitirme dejarle ese peso, por mucho que la amara. Es claro hoy que ella también tenía deudas consigo misma a cuenta de estar inmersa en una relación que si bien le daba felicidad no le daba la suficiente libertad aunque yo, de corazón, me esforzara porque la tuviera y porque, a final de cuentas, para mí lo que importaba era nuestro amor y no el título que ostentáramos. Con esa premisa me fui, tratando de ser todo lo claro que podía en medio de un clima turbio y seguros de que no era falta de amor, pero que las cosas tienen su fin, siempre. Y bueno, en una noche ceremoniosa de confesiones, de augurios, de deseos y de tristeza, nos volvimos despedir. Me lanzó la maldición que le lanza a todos sus ex, nos reímos y finalmente me fui.

Y bueno, esa es la historia. Ahí acabó... ¿Cómo? ¿Que van apenas seis despedidas? ¿Seguros? ¿Si contaron bien? A ver: una, dos, tres, cuatro, cinco, se... Ahhh, sí. Qué pena. Resulta que luego, durante meses, en medio de la ausencia surgieron unos detalles. 

Durante años, en medio de la plenitud discutimos mucho sobre lo que nos gustaba del amor, cómo nos gustaba y cómo no. Discutimos infinidad de temas relacionados, las disertaciones eran extensas  y nos encontrábamos en concordancia siempre, pero nunca nos preguntamos algo que era fundamental: ¿Qué era el amor para nosotros? ¿Qué era nuestro amor para cada uno? ¿De qué hablábamos cuando hablábamos de amor? Valiente gracia. Era obvio ¿No? Pues resulta que cada uno tenía una respuesta distinta. Como les digo, soy un experto en "sentir vibras", armarme películas, creerme cuentos de predestinación y sentir que en la vida las personas estamos llamadas a coincidir. En medio del silencio y cuando ya no estábamos para responder, llenamos el vacío con lo que creímos y quisimos que nos respondieran. Cuando intentamos respondernos no hubo un buen entendimiento o ya era demasiado tarde.

¿No les digo? Esas volteretas del azar. Resultó que al final, el deseo y la necesidad de hacer lo que sentíamos era lo correcto, que en un principio nos juntaron con determinación, al final terminaron distanciándonos del todo.

En fin. Todo esto para decir que la séptima despedida es ésta y lo que empezó como un deseo simple de desatrancarme el pecho, volviendo a mi blog y después de once entradas, es mi forma de agradecer y despedirme una última vez.

Vale aclarar que esta es sólo mi versión de los hechos. Me encantaría que algún día pudiéramos sentarnos a contrastar versiones y poder estar en desacuerdo aunque sea una vez más.

Perdón, bizcocho. Era esto o llamar dedicarte canciones de Juan Fernando Velasco y Montaner.

Y bueno, al final, si algo me queda claro es que el amor y sus historias, que vienen siendo lo mismo, son para celebrarles. Después de esta historia de casi cuatro años, de tantas palabras, de un montón de nombres reales y falsos, de un par cagadones, de los encuentros y desencuentros, de la vida transcurrida, de los besos, los bailes, los dolores y las sonrisas, las mañanas de domingo, las noches de viernes, de los romances fallidos, de los truncados, de los finalizados; después de este mes de anécdotas, de infidencias, de desahogos y confesiones; después de tanto, después de todo, esto es nada más que un último intento por celebrar todo aquello que fue nuestro amor.

martes, 28 de agosto de 2018

Una velada teórica y un sentimiento muy grande

Era una noche de sábado hace mucho tiempo, pero sigue sintiéndose cómo si hubiera sido la semana pasada.

Yo quedé de ir a su casa porque la extrañaba, porque me hacía falta. En el fondo, también necesitaba aclarar cosas.


Llegué después de las 7 p.m. y el abrazo no fue lo que yo esperaba, aun así nunca me podría quejar de un abrazo suyo. Saqué un par de cervezas de mi morral como si fueran un tesoro preciado, le pasé una, guardamos el resto y nos dispusimos a desatrasar. Era difícil concentrarme: entre las ganas de besarla, lo mucho que me gustaba verla y lo que disfrutaba escucharla hablar, no era capaz de lidiar con todo al mismo tiempo pero ponía de mi parte.

Pude ver pronto un atisbo de incomodidad acompañada de desolación. Tomé un trago largo y me apuré a preguntar por su angustia, ella negó la existencia de algo fuera de lo normal.

-Los mismos problemas de siempre -apuntó.
Yo no le creí, pero dejé que el silencio diera el ritmo.

Una segunda cerveza y me apresuré a preguntar si podíamos poner música. No me dejaría darle abrigo con mis palabras, entonces preferí que se lo dieran las de otros.

Como la tensión se sentía a kilómetros saqué uno de mis comentarios para ponerme en vergüenza que guardo siempre bajo la manga y dejar que bajara el arsenal de autoprotección por un momento. Rió tímidamente y me miró a los ojos.

-¿Querés bailar? -dije mientras me miraba, esta vez desconcertada.

-¿Aquí?

-¿Cuál es el problema?

Se levanto despacio y puse cualquier canción.

-Sea lo que sea, me podés contar -dije cuando estaba pegado a su oído.

-Es complicado.

Una vez terminada la canción y ya sentados nuevamente, procedí a tomar valor y a hablar de lo que necesitaba decirle. Una vez más, como las anteriores.

Necesitaba pedirle excusas por ponerla en situaciones tan complicadas una y otra vez, por insistente, por necesitar hacer tantas claridades, por haberle hecho daño, por haberme ido. Necesitaba que me entendiera, necesitaba entender qué pasaba por su cabeza y su pecho. Necesitaba mucho y tenía que pedirle perdón por ser tan necesitado.

Le dije que nunca me interesó controlar sus deseos y por eso intenté nunca hacerlo, que no me importaba si no me quería volver a besar y que por eso me fui, que nuestra relación nunca fue mi prioridad; nuestro amor sí, la complicidad que acarreaba, la dicha, esa sensación de seguridad, ese deseo de sensatez extrema, esa necesidad de sinceridad, toda la alegría que sentía en el pecho cuando pensaba en ella o cuando la veía feliz, los almuerzos y los desayunos. Todo lo que alimentaba nuestro amor. Que no me interesaba si ya estaba enamorada de alguien más, que sí eso la hacía feliz, a mí también. Que no me tenía que desear, que lo podía hacer en secreto, que yo no me tenía que enterar, que nuestro amor era todo lo que yo quería que me siguiera brindando, que si todavía existía en ella como lo hacía en mí, nos dejara sacarle provecho, que nos dejara seguir creciendo a su lado. Que no teníamos que renunciar a nada de lo que era verdaderamente fundamental, si quería. Que podíamos seguir construyendo ese amor, más allá del espejismo pasional y el deseo de propiedad, sin la etiqueta, amándonos sin ser... O siendo, con nuestro amor, dos individualidades que coincidían. Que yo creía en nosotros, y en nuestra capacidad de crecer más allá de egos y orgullos. Que siempre había estado ahí, aún cuando no me sentía, que hiciera memoria y se daría cuenta. Que sólo quería verla feliz y que me haría muy feliz que me permitiera estar ahí para contribuir. Que no necesitaba que me garantizara nada, que no me adeudaría nada, ni yo a ella. Que mis sentimientos por ella eran tan grandes como se lo dije el día que me fui, que era real todo. Que lo que quería era que me dejara amarla más allá de lo que habíamos sido y que ella se sintiera tranquila haciéndolo, si quería.

Su respuesta... bueno, la verdad es que nunca supe su respuesta, por lo menos no de manera directa, aunque hoy podría sacar conclusiones. Básicamente la razón por la que nunca pude obtener respuesta alguna es porque esa noche, que fue dos noches, nunca pasó. La primera, porque me sentí canalla llegando en medio de su duelo ya finalizando a llenarle de dudas, a plantearle interrogantes que tal vez llevaba meses intentando responder y para las que ya empezaba a tener respuestas medianamente satisfactorias, porque no me sentí lo suficientemente fuerte y estable como para ser tan caradura de aparecerme, porque a pesar de las dudas estaba dispuesto a aparecerme en la puerta de su casa si ella hubiese escrito para confirmar. Me sentí aún más canalla cuando no aparecí. La segunda vez, fue demasiado tarde y a ella ya no le interesó. No es que pueda enojarme mucho porque así haya sido

La intermitencia de la piedra

Fue un enero hace casi una década. Por esos chistes del azar terminamos tres despechados compartiendo un descanso vacacional frente al mar y las discusiones metafísicas, existenciales, espirituales se entrelazaban con el chiste fácil, el comentario tonto y la duda sencilla.

Gracias a la tranquilidad que nos brindaba el conocernos desde hacía mucho tiempo, las tres historias que acarreamos por separado hasta nuestro sitio de descanso eran casi una misma desde el momento que arribamos. Gabriela y Fercha siempre fueron mis cómplices y yo el suyo.

Una de esas noches que compartí con ellas, en las que la vida parecía no existir más allá de los límites de aquella playa, recuerdo estar señalando constelaciones, porque el impulso narcisista de compartir datos irrelevantes siempre ha sido mi verdadera pasión, cuando Fercha preguntó si era cierto que Marte no titilaba.

Que sí, le dije, que era verdad. Que estaba muy cerca y la luz no alcanzaba a perderse en su recorrido hasta nuestros ojos y que aparte no emitía su propia luz como las estrellas, sino que era la luz del sol la que nos llegaba (no les digo). Fercha replicó que en ese caso le gustaba más. No entendí a qué venía su comentario, pero Gabriela se la pillo al instante. 

-¿Y eso? - preguntó maliciosa mientras se levantó del suelo arenoso y volteó su rostro hacia nuestra compañera.

-¿Cómo que y eso? Está ahí, siempre, su luz no desaparece. Uno puede confiar que siempre que mire a un cielo estrellado va a poderle ver. Nos puede faltar todo, pero nunca nos faltará Marte.

-Ay, no jodás, Fercha.- dijo y volvió a recostarse sobre la arena.

Luego del reclamo de Gabriela entendí que no estábamos hablando de Marte.

-Yo siento que es bonito que desaparezcan las estrellas en el firmamento aunque sea por segundos, le da vida. Sería muy estático de no ser así- dije tímidamente.

El silencio se apoderó por segundos de nuestra conversación y los tres parecíamos absortos en el firmamento, pero la verdad era que estábamos inmersos en la vastedad de nuestros pensamientos.

-Ustedes, que son dos almas libres...-dijo con inquina- seres de luz, que no son de aquí ni son de allá y toda esa paja. Pero a unos nos gusta la estabilidad. La permanencia.

-No es eso. Imaginate el cielo, así, estrellado pero si las luces fueran fijas, estáticas. Como instalación navideña dañada. En 3 días nadie miraría estrellas.- repliqué

-A mí me gusta esa permanencia.

-Lo dice la que no prende las instalaciones del pesebre...- se burló Gabriela.


Volvió el silencio. La arena me picaba y me paré por unos vasos y el ron que había en la cabaña. Al regresar, parecía que ninguna de las dos había pronunciado palabra alguna en mi ausencia.

-Y entonces, ¿en qué pensamos?

-Que yo sigo sin entender ese deseo de inestabilidad de ustedes.

-No es un deseo de inestabilidad, parce, es un reconocimiento de lo importante que es. De la vitalidad que brinda, como dice José.- dijo Gabriela con un cigarro entre los labios.

-Pero si estar tranquilo es tan bueno.- dijo Fercha, mientras le hacía señas pidiendo encendedor.

-La intermitencia es importante. -recalcó Gabriela. -Puede no ser lo más cómodo, puede doler, pero es necesaria.

-De acuerdo. -dije, atragantándome con el ron y los hielos que tenía en la boca.

Apareció la nube de alquitrán entre nosotros, y el debate prosiguió.

-Parce ve, la intermitencia como la distancia te permiten ver cosas con claridad, que muchas veces la presencia y la cercanía no te permiten. -recalcó mi copartidaria mientras se levantó, se alejó un par de pasos y cuando retornó con una piedra grandota. La acercó a nuestra amiga y se la puso entre los ojos.

-¿Qué ves?

-Una hijueputa piedra, qué más voy a ver.

-Sí, güeva, pero qué ves en la piedra.

-Que es lisa. Y pues... ve, y tiene una como una manchita abajo.

Gabriela alejo un poco la piedra y volvió a preguntar:

-¿Y ahora?

-Ah, no. No era una mancha. ¿Está mojada?

Gabriela se alejó como quince pasos y ya gritando volvió a preguntar:

-¿Y ahora?

-Ahora sí no veo una mierda. -dijo mirándome entre risas.

-¿Cómo? -Replicó Gabriela.

-Que no veo nada. A duras penas te veo a vos.

-¿Y no me ves sosteniendo la piedra? - Se acercó. -¿No viste en ningún momento que si yo no me hubiera parado e ido, la piedra nunca hubiese llegado? Decime ahora que no es necesaria la ausencia y la distancia para ver la historia completa.

Volvió el silencio. Yo me recosté y reí sin que lo notaran. Fercha se paró envalentonada y dijo:

-Pero es importante que las cosas estén, que permanezcan. Además, si desaparecen, nadie garantiza que vuelvan así uno aprecie la imagen general o todo lo que ustedes quieran.

-Nadie está diciendo que no, parce, de lo contrario no hubieras visto que la piedra era lisa. Pero ambas cosas son importantes.-concilió Gabriela.

-Y yo creo que nunca una distancia es demasiado extensa o una ausencia demasiado larga, muchas de las estrellas que vemos ahora, ahí, dejaron de existir millones de años antes de que nosotros naciéramos y ahí siguen. Algunas estarán cuando ninguno de nosotros esté. - Dije.

-Y no todo es color de rosa, a veces también te permite ver cosas que no te gustan y te hacen desear a vos no querer volver. Pero a veces, con el tiempo, notás que siempre te podés dejar sorprender.
Y cuando menos lo esperás, se te aparece una loca a ponerte una piedra enorme entre los ojos.

lunes, 27 de agosto de 2018

De amores, relaciones y contratos

No soy el mayor fanático de las relaciones románticas tradicionales, aunque a veces extraño el confort y la estabilidad que brindan como cualquiera.

No me parece justo que los sentimientos, los deseos y las sensaciones se restrinjan o se autoricen con base en un contrato, que es lo que finalmente son. Por ello, en mis historias de amor han sido casi siempre el punto menos relevante. El amor (el amor romántico, si es que les hace falta el apellido. A mí me molesta, a decir verdad) me parece una mejor base de los demás sentimientos y pasiones que despiertan en uno las otras personas.

No sé ustedes, pero me parece mezquino restringir las emociones a un acuerdo en el que uno se compromete a brindarle sus deseos, sus miedos, sus placeres, sus cariños y sus intimidades a alguien si y sólo si esa persona se compromete a ser "algo" de uno.

No se dejen confundir, no pienso posar de salvador y redentor del amor desprendido y tranquilo, yo caigo en las mismas prácticas y eso sólo me hace cogerle más fastidio.

Es tal la dificultad que nos produce el amor en estos términos que tenemos que inventarnos apodos como "poliamor" o "amor libre" para sentirnos autorizados a amar a nuestro antojo, sólo para replicar comportamientos posesivos en formatos más flexibles.

Es bien particular, bajo esa lógica, entramos y salimos de relaciones en las que por periodos de tiempo (algunos extensos y otros no) somos todo para alguien más y nos encanta, brindamos todo lo que podemos, lo que queremos y, en algunos otros menos idílicos, lo que el otro quiere. Nos entregamos a la fantasía de la exclusividad romántica, a la sensación ilusoria de pertenencia sólo para cortar tajantemente con todo aquello porque el contrato caduca y su subsecuente "seguir nuestro rumbo", como si ese amor (romántico) que albergamos fuese un peso insoportable que nos inhibe de crecer, como si no fuera justamente ese amor el que propiciara cambios al por mayor, como si ese amor no fuera justamente un intercambio a fin de cuentas. No sé si es que se nos hace incómoda la sensación de albergar deseos y sentimientos por alguien y al mismo tiempo querer abrazarnos a ilusiones por nuevas personas, una vez más, como si amar de manera romántica a alguien fuera impedimento para amar a alguien más; como si el deseo de enamorarse de una sola persona no fuera una elección, sino la regla. Al final, pareciera que esas relaciones se vuelve un salvoconducto para saber desde y hasta cuándo podemos abrazarnos a un amor, para amar sin peligro de salir lastimados (como si no saliéramos lastimados igualmente) y para que nuestro orgullo tenga espacio en un sitio en donde se le necesita poco. Como si el amor (romántico) no pudiese ser, por alguna clase de ley natural, desprendido, armonioso, tranquilo y etéreo. Como si la correspondencia, la dependencia y el orden fueran condiciones necesarias para poder sentir deseo, plenitud, complicidad o un simple gusto por alguien. Como si la independencia del otro y su autodeterminación fueran una amenaza per se de nuestra seguridad, como si la fidelidad sexual y emocional fueran sinónimos de exclusividad; como si el amor, sin apellidos ni sobrenombres, no fuera suficiente para determinar nuestros deseos y comportamientos. Como si se tratara sólo de orden y estabilidad, como si las certezas no fueran ilusorias, como si estar en un primer piso nos significase que en medio de un terremoto no nos puede caer el resto del edificio encima.

Una constante condena al pasado: dos y una tormenta. (Tercera parte)

A Daniela la conozco desde que tengo memoria, a Tatiana la conocí a los once años, recién cambiado de colegio, y nos hicimos amigos de inmediato. Con ambas aprendí que el amor no es un sentimiento obligatoriamente recíproco y que, por lo menos en mí, tiende a no desaparecer.

Daniela se fue de mi vida hace más de diecinueve años, con un par de reapariciones ocasionales cada cinco o seis. Tatiana se fue hace trece, cuando me dijo que no le interesaban mis cartas de amor y dejó de recibirlas; ella sí no volvió a reaparecer.


Era tal vez una noche lluviosa de abril y en mi vida se apareció por primera vez una "tormentica". Dicho lo cual, creo que lo más justo es llamarla Juana.

Ella llegó aquella noche al bailadero acompañada de quién era su interés romántico por esa época y yo no la vi bailar sino hasta bien entrada la rumba. Era hermosa y cuando la vi bailar me llené de ganas de romper mi regla de evitar sacar a mujeres en plan de pareja. Al final de esa noche arrebolada lo hice y la euforia fue tanta que sólo atiné a decir que había bailado con un ángel. Mañé, lo sé, pero así me sentí.

Para agosto, tal vez, y después de no volver a saber nada de Juana por ningún medio, ni siquiera su nombre, mi atención estaba puesta en María Camila. No sé con certeza cuándo nos conocimos, sé qué fue hace muchos años, sé que nos encontramos una vez sin saber que nos conocíamos, sé que la había invitado a bailar hacía mucho y me había dejado plantado. Para aquella época aceptó por primera vez salir conmigo; claro está, la invité a bailar.

Desde mi aventura con María Andrea yo sentía una inquietud muy extraña. Creía que era un deseo por una relación estable, seria, comprometida y exclusiva, pero sabía que con ella era impensable. No era una opción. Cuando me acerqué a María Camila, sentí que era la indicada. No me pregunten por qué. Salimos mucho, durante meses, mis amigos y mi familia empezaron a asumir que éramos novios, ella y yo teníamos claro que ni siquiera era claro si estábamos "saliendo". Era muy confuso. A mí me encantaba. Me perdía horas en los ojotes negros y brillantes que tenía, pero había un obstáculo, una barrera infranqueable que nunca logré identificar con éxito. Ella seguía aceptándome salidas, yo le coqueteaba, frecuentemente nos encontrábamos en medio de tratos románticos y, aun así, algo nos impedía la cercanía total. Me frustraba, me irritaba.

A finales de noviembre del 2015 salimos por última vez, esta vez fuimos de nuevo tres: ella, la barrera y yo.

Paula era mi consejera sentimental por aquellos días y recuerdo que sentados en un andén, como de costumbre, me incitó a que me olvidara del amor por unos días, que me fuera de paseo con amigos y que me desconectara de mi vida con las mujeres. Que no veía con claridad, que no sabía qué quería, decía.

En diciembre lo hice, me fui con unos amigos y unos amigos de mis amigos de la ciudad a pasar un puente veraniego. Lo que nunca imaginé fue que entre esos amigos de mis amigos me iba a encontrar de nuevo y por segunda vez en la vida a Juana.

Era la primera vez en mucho tiempo que me encontraba con una mujer que me gustara en un terreno neutral, estaba por fuera de mi bailadero/guarida, por varios días, necesitando un descanso y deseoso de entender qué quería. No sé si la magia fue inmediata en ella, pero en mí lo fue. En dos días ya extrañaba sus besos.

En medio de ese idilio veraniego, una de esas noches, bailando con ella en el pueblo en medio de un mar de desconocidos sentí como una mano me jaloneó violentamente por el hombro y me arrastró hacia una esquina, cuando reaccioné y até el brazo agresor a un rostro, se trataba de María Andrea. No tenía mucha cara de buenos amigos. No dijo nada por unos segundos y lo primero que ordenó apenas musitó palabra fue un "bailemos" imperativo; yo obedecí. En pocos segundos se derramó en reclamos, al final de la canción, que se hizo eterna, yo pude recordarle que lo nuestro no pudo ser, que la atracción no era más fuerte que la compatibilidad. Se fue, yo volví a bailar con Juana. En medio de la pieza, pude escuchar cómo María le comentaba a una de sus amigas, sin mucho esfuerzo por ser discreta, "miralo, mirá como la mira. A mí nunca me miró así, conmigo nunca sonríe tanto cuando bailamos". Esa fue la última noche que supe de María, esa fue mi primera noche con Juana.

Yo sabía que me gustaba, pero sinceramente, no me interesaba desbaratarme demasiado la cabeza pensando en si quería que fuera el amor de mi vida o un amor de verano. Con esa idea me acerqué la segunda noche. Bailamos al lado de una piscina, nos contamos dos o tres infidencias y al llegar el amanecer nos besamos. Al tercer día también. Al cuarto nos despedimos.

Todo el mundo juraba que María Camila y yo éramos pareja, mi padre incluso preguntó a mí regreso si había ido con ella al viaje. Tanto él como Paula quedaron atónitos al contarles lo que había sucedido. Conversé un par de veces con Juana, salimos una tarde a reencontrarnos ya sin el encanto del romance de verano de por medio y establecer qué futuro había, si había alguno.

Ella me contó que se iba en una semana de regreso a su pueblo sin claridad sobre qué sería de su vida a mediano plazo, yo aproveché para que me conociera un poco más. Dejamos planteada una bailada si regresaba pronto y nos despedimos por segunda vez.

Tres días después en medio de la euforia por la publicación de mi primera ilustración en la vida, a punta de insistencia logré que me aceptara una salida a bailar antes de su partida. Ella fue mi compañía la noche que festejé mi primer logro como dibujante en mucho tiempo. Nos despedimos, esa noche, por tercera vez.

No sé si era el 24 de diciembre o el 31. Me encontraba en el campo, disfrutando de las festividades en medio de un viaje psicotrópico y empecé a intercambiar mensajes con Juana. En medio de aquello, recibí uno que no esperaba. Era de María Camila, que me deseaba un festejo alegre y muchas cosas buenas, que esperaba seguir viéndome y en ese momento lo entendí. Logré armar el rompecabezas que llevaba por lo menos cuatro años intentando resolver. Después de romances fugaces y fallidos, después de relaciones que no conducían a ningún sitio, después de muchos bailes, varios besos y un par de cuerpos, entendí cuál era mi deseo, a qué venía aquel impulso inicial de coleccionar historias de amor, que fue mutando poco a poco en el deseo de construir una relación sólida. No era ni lo uno ni lo otro. Lo que realmente quería era encontrar un amor que fuera más grande que yo, uno que me sacudiera, uno que subsistiera más allá de los límites del romance típico. Uno como el que siempre sentí por Daniela y Tatiana.

Aquel 24 o 31 también hubo una tormentica en medio de los festejos decembrinos.

lunes, 6 de agosto de 2018

La cañada.

Yo no odio a Medellín. O bueno, no la odio más que cualquiera que ame de verdad a esta cañada que osamos llamar valle, con putería, con ternura, con pasión desenfrenada y con un puntico de tedio  cada cierto tiempo; como cualquier otro amor.

Odio la familiaridad de sus rostros desconocidos, la uniformidad de sus sonidos, la pulcritud de vitrina de sus espacios públicos, la candidez de sus horrores, lo asfixiante de su amor, la falta de tolerancia a tu necesidad de tambalear, su negación a la nostalgia, su euforia postiza, sus penas reprimidas. Odio  muchas de sus complacencias, por muy feliz que me hagan, pero lo que más detesto es justamente la capacidad que tiene de amansarte los reproches, las ganas de huir, el deseo de olvidarla y dejarte desarmado y sin fuerzas.

A pesar de todo esto y de que lo sé hace varios año, mis sentimientos por Medellín hoy son otros, aunque me siga asfixiando su horizonte truncado y sofocando su "eterna primavera". Hoy lo que siento por esta, mi ciudad, mi rincón en el mundo, es rencor. Básicamente eso.

Cada esquina y cada callejuela, cada sabor, cada gota de lluvia y de sudor, las noches estruendosas, los días inertes, cada amigo, cada lámpara de alumbrado público, cada ruta de bus. Cada una de las cosas que componen mis días es un recuerdo incandescente de alguna derrota. Cientos de batallas fallidas me abordan en la calle cuando me siento a ver las horas pasar. No existe ya un refugio que sirva para evitar recordar las tragedias  y, para colmo de males, la ciudad me cuestiona  porque me ve trastabillando.

¡DEJAME SUFRIR, CARECHIMBA!

No te estoy pisoteando tu jolgorio de plástico, no te estoy cuestionando tu adorable mal gusto, no me importa tu imagen inmaculada.

Me gusta amarte, con tu luz naranjada, con el verde y terracota de tus montañas, con tu olor a panela, ese delicioso sabor a fritura, las esquinas sucias que huelen a fruta podrida, la barrera infranqueable de tu río y esa rozagante lascivia con la que me mirás. Pero dejame en paz.

Dejame amarte y ser débil. Yo necesito quebrarme para reagruparme y volver a ser sólido, para poderte amar. Dejame cambiar y ser intangible en el proceso, dejame buscar otros cariños, dejame ser inconsistente, inestable y contradictorio. Dejame amarte sin dependencias, sin posesiones, sin espejismos de dicha, sin panoramas de postal; dejame amarte sin esperar nada a cambio, sin el confort de la rutina, sin la comodidad de la certeza. Dejame amarte de verdad.

jueves, 2 de agosto de 2018

Refugios

Llegó la hora de hablar de refugios. Guaridas, madrigueras, resguardos, bunkers, aposentos, albergues, escondites; llamenlos como quieran. La clave está en lo que refugian y en esa función de sitios seguros, plenos, amenos, cotidianos, llegando a volverse rutinarios.

Es bien hijueputa la dicha y ese efecto anestesiante que brinda. Uno se siente infinito en medio de la plenitud y se le olvida que puede acabar en cualquier minuto después de la eternidad. Los sitios que albergan aquellos momentos de gozo, sobre todo los que permanecen una vez la inmensidad del regocijo parece más una ilusión delirante que un recuerdo vívido, se tornan cicatrices.

Son aquellos lugares los que acompañan y encubren horas extensas de dudas en pausa, temores atenuados, risas tontas, gritos ahogados al oido, ronquidos a medio día, disertaciones de medianoche, complicidades tácitas, penas potenciales y todo lo que haya en medio.

Suele pasar que terminás envuelto en cotidianidades idílicas, aletargadas en su mayoría, y de repente descubrís que en medio de una canción que sonó o una carcajada de fondo se construyó una efigie colosal en el mausoleo de tus recuerdos de cuenta de tres miradas, dos días de fuga y un cosquilleo sutil de domingo en la tarde.

Normalmente, esos sitios que dan abrigo no son responsables directos de tus momentos de dicha , ni mucho menos de la ausencia de los mismos, pero por lo menos a mí, que he hecho de una decena de ellos monumentos a las horas muertas, se me hace imposible no mirarles con reproche, como exigiéndoles la devolución de la gloria que albergaban.

Me he sorprendido revisando marcas, ventanas, puertas y hasta balcones de sitios propios y extraños  buscando indicios de que ellos tampoco me han olvidado. Por estos días tengo pendiente la despedida de un par de los más recientes. No veo la hora de volver cuando ya no sean nada.

A veces todavía paso por ellos, por casi todos, como bazuquero en pleno embale y me siento a ver como las horas parecieran no pasarles. Como cuando refugiaban las mías y se las devoraban enteras.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Adiosómano

Soy un enfermo de las despedidas. Seguramente porque de Alicia nunca pude, ni siquiera en su funeral. Rayones que estamos condenados a cargar. Para ser justo a los seis años todavía no tenía muy claro qué tan determinante era una partida o la ausencia.

Tal vez lo nostálgico también tiene algo que ver. O tal vez sea mi pasión por los adioses lo que finalmente me hace nostálgico. Una vez más, claridades pocas.

Checho afirmaba en muchas reuniones de trabajo que éramos un par de ritualistas irremediables, siempre cuando ya estábamos divagando en temas que nada tenían que ver con las labores que nos convocaban. Que como buenos fumadores, en el trato de la cusca se nos notaba esa necesidad ceremoniosa. Era más de 10 años mayor  y estaba casi tan perdido como yo en aquella época; espero que hoy pueda tener alguna que otra duda resuelta. Sé que mi capacidad de dotar nimiedades de características épicas, la necesidad de la grandilocuencia innecesaria y el deseo de celebrar rituales hasta cuando me bajo del bus crecieron bajo su tutela. Irónicamente, tampoco nos despedimos nunca.

También he descubierto que me despido demasiado, a veces injustificadamente, y que peco de insistente. Mucha gente hasta me sigue la corriente, pero a la cuarta despedida ya se están quejando. Principiantes.

Es una sensación bastante particular. La mayoría de las veces que me encuentro en medio de un ritual solemne de adiós, de cierre o de reinicio me doy cuenta cuando ya estoy a la mitad. Casi nunca les planeo con antelación. Como que la nostalgia y la melancolía me conducen a sitios y momentos precisos y me dejo arrastrar; voy cediendo paso a paso. Como en un ritual de seducción me desnuda, me besa, me respira de cerca y yo acaricio, palpo, huelo. Cuando ya tiene sus dedos revoloteando sobre mi cuello no hay vuelta atrás. Es bien particular, como les dije.

También puede ser que voy asignándole significados, referentes, sensaciones y vínculos a todo y en todo, a tal punto que cuando algo falta, alguien parte, algo me incomoda o simplemente la vida cambia, termino lamentando y tratando de llenar desesperadamente cualquier ausencia con ritos que le den sentido a la pena. Tal vez por eso me emputa que nadie más los entienda, que a nadie le importen tanto.

Creo que desde hace varios años entendí que mi necesidad de decir adiós más que lúgubre es celebrativa. Obvio son tristes, obvio son nostálgicas y melancólicas, obvio lloro en casi todas las despedidas. Pero todo aquello es mera decoración, como las calabazas de Halloween o los renos de Navidad; lo importante es celebrar, aquello que te hizo feliz, eso que te llenó y sabías que acabaría,  eso que quisiste y seguís queriendo, pero no estará más, eso que se aleja, esa persona que cambió, ese día que acabó, ese dolor que mermó o ese beso que nunca más regresó. La bebida espirituosa es a elección personal, la sustancia psicoactiva también. Yo prefiero el ron con adiós.

martes, 31 de julio de 2018

Una constante condena al pasado (parte 2)

Julián Arteaga llegó al colegio a principios del 99 y se fue al final del mismo año. Tendría máximo 8 años y era una bestia dibujando. Sentía, desde que recuerdo, un entusiasmo  tímido por el dibujo y la pintura, me encantaba recrear  las caratulas de mis cuadernos pero  la inseguridad y el desespero me abordaban pronto y al no poder dar con un resultado satisfactorio, renunciaba frustrado y enfurecido.

Estábamos en clase de "tecnología", lo recuerdo bien, y como era la época pre-boom informático y la internet era todavía un sitio distante y mitológico para la  mayoría de nosotros, como la Atlántida o Disneyworld, nuestra tarea del día era buscar un medio de transporte en unas revistas amarillentas y dibujarlo en el cuaderno. Julián, Daniel, sospecho que Esteban, y yo éramos buenos amigos y pasábamos descansos enteros revisando libros y revistas en la biblioteca. Julián siempre los dibujaba y yo lo admiraba tanto como lo detestaba por talentoso. Aquella mañana, en clase, sentados en grupo revisando fotos de barcos, veleros, aviones y carros, encontré la foto de un tren a toda máquina que me encantó. Me llené de valor y me apresuré a reproducirlo.

No recuerdo con claridad qué fue lo que me hizo detenerme a los pocos minutos, pero cuando apenas iba en las ruedas noté que si hacía un par de líneas que no estaban en la imagen original podría quedar muy parecido a una foto de un carro deportivo que había visto una vez en algún libro olvidado de mi casa. No lo pensé demasiado, abandoné el plan original más por hacer algo que me entretuviera hasta que finalizara la clase que por la idea de dibujar el mejor carro que hubiera hecho jamás. Al final pasó tanto lo primero como lo segundo. Una vez tomé distancia, miré y lo revisé con cuidado, era maravilloso. Estaba extasiado. ¿Quién había hecho aquel flamante cadillac en mi cuaderno y por qué estaba llevándome yo el crédito? Julián estaba sentado a mi lado y cuando yo aún estaba absorto en mi obra, él levantó la cabeza y observó lo que había hecho durante los últimos 45 minutos. "Qué pasta de carro, Celis". No lo podía creer. "Está más bacano que el mío", yo sentí la euforia inmediatamente. Aquella mañana, después de que la profesora y todos los compañeros hubieran admirado mi trabajo, empezando por mi ídolo, descubrí que, una vez superada el escollo de la frustración, los trazos y las líneas me hacían muy feliz y que además de eso, podía complacerme el resultado final.



La verdad sea dicha, disfrutaba la posición en la que yo mismo me ponía en las noches de finales del 2014. Era un muchacho de 22, solo, que iba a bailar, no le decía que no a ninguna pareja que le sacara, en un lugar en donde la media de edad superaba los 30 con toda seguridad. Una amiga solía decir que disfrutaba ser una "presa fácil". Creo que tenía algo de razón.

Era tal vez noviembre, yo estaba con Rodrigo discutiendo alguna nimiedad de algún equipo de fútbol o hablando de alguna canción, como llevábamos meses haciendo cada vez que coincidíamos en el bailadero de confianza. Era un viernes a mitad de quincena en los años dorados de nuestro refugio salsero; había gente suficiente como para poder encontrar con quién bailar durante toda la noche, pero no tanta como para que no hubiese espacio para hacerlo. En la barra junto al Dj, el sitio habitual, estábamos nosotros cuando llegaron dos chicas a conversarnos. Una de ellas era recién casada, nos habló de eso toda la noche, y la otra, la soltera, era más una encargada de aplausos y celebraciones a los comentarios de su amiga que una personalidad individual y claramente constituida. Fue bien particular porque lo único que recuerdo con absoluta certeza de la conversación durante largas horas con ellas era que la Ingeniera nos hablaba de la mucha plata que su marido tenía.  Creo que nunca cambiamos de tema. 

Con la Ingeniera y su amiga bailamos un par de veces. A decir verdad, nada de aquella noche hubiera pasado a la posteridad en la vitrina de mis recuerdos, de no ser por lo que pasó cuando me dijo que si fumábamos, que le regalara un cigarrillo.

En el patio del bar, parados a más de 3 pasos de distancia, ella me miraba directo a los ojos y yo no captaba ningún mensaje. Intenté comenzar algún tema y ella me interrumpió de inmediato con un "¿No me vas a besar?". Quedé de piedra. ¿A qué venía el monólogo de más de dos horas sobre su esposo, el montón de plata que tenía y lo mucho que le gustaba estar casada con él? ¿Qué necesidad había de eso? Por su culpa, yo no paraba de pensar en la imagen de su marido mientras ella estaba ahí cuestionándome mi falta de iniciativa. ¿Qué estaba pasando? Los rones se encargaron de borrar la imagen del hombre en cuestión y sus millones capaz de pagar un matón para el mozo de su esposa, por lo menos por un par de minutos. Igual, terminé mi trago, le dije a Rodrigo que me iba, mientras ellas estaban en el baño, que si algo él no sabía nada de mi paradero y que nos veríamos con seguridad algún otro día pronto. No quería estelarizar ninguna portada del Q'hubo.

El resto de ese fin de semana me sentí incómodo, no sé si fue culpa de lo sucedido con doña Ingeniera, si estaba empezando a fatigarme o qué, sentía que me faltaba algo que no podría encontrar en un bar del centro de la ciudad y a las 10 p.m. del sábado cogí una bloc de dibujo que tenía archivado y un par de lapiceros. Recordé un par de planos de películas que siempre me han gustado y empecé a recrearlos. Para el lunes a las 5 a.m. tenía ocho dibujos listos y fatigado los escaneé como pude en mi viejo computador, retoqué un par de manchones y los publiqué en mis redes. Empezaron a llegar los likes y los comentarios de congratulación. Al principio de la gente que me quiere y  que a todo lo que publico termina "dándole cariño", me acosté, dormí como cuatro horas y cuando desperté encontré notificaciones de gente que ni recordaba haber tenido en mis círculos virtuales. 

A los 14 años, en medio de mis delirios adolescentes, no sé bien qué día, dejé de dibujar. Era más descrestante querer ser músico, fotógrafo o director de cine. Hasta los 21 nunca volví a tomar un lápiz. Básicamente lo único que me motivó fue la necesidad de saber si era capaz de apañármelas en el examen específico para ingresar a Artes Plásticas y para mi sorpresa, parecía que era como andar en bicicleta. 

La madrugada de aquel lunes no sólo sentí lo mismo que aquella mañana en clase de Tecnología, sino que descubrí algo que nunca había sentido en mi primera etapa de amor por el dibujo: su capacidad terapéutica. En esa maratónica jornada, compulsiva, sentí como cada línea de tinta era una angustia menos. 

Ahora debía buscarle un tiempo a mi amor de infancia entre baile y baile. Y así, entre baile y baile, también llegó María Andrea. Estábamos condenados a coincidir alguna vez en la vida, bien fuera por su lazo familiar con una de las personas más queridas por mi familia, bien por nuestro paso por el mismo colegio, bien por nuestra predilección por el mismo establecimiento nocturno. Lo que me sorprende es que haya tardado tanto. Era común verla salir "en hombros" del bailadero y no precisamente triunfante, por lo menos no en la concepción tradicional del triunfo. A mí, claro está, me encantaba. Algo tiene la gente de signo Leo que hace que no pueda vivir sin ellos. Así como con mi padre, ese espíritu altivo y orgulloso me enerva constantemente, pero al mismo tiempo me dan una sensación de abrigo y protección casi imposible de resistir. Termino buscándoles, sí o sí, para detestarles por cortos periodos de tiempo y luego ampararme por la mayoría de éste. María A era Leo y detestaba que yo le gustara. Era una chica compleja, podría decirse. Faltaban dos meses para acabar el año 14 y nos encontrábamos cada cierto tiempo, siempre sin promesas de trascender a esa fugacidad. La vez primera que nos cogió el cierre de la noche todavía hablando y en medio del coqueteo violento, no en el mejor sentido de la palabra, nos tocó continuarla sentados en un andén al lado de un borracho dormido sobre su propio vómito. Un romance agreste. 

Si bien ese ímpetu suyo no me molestaba, había dos detalles que no me terminaban y nunca terminaron de cuadrarnos. En primer lugar, su poca tolerancia a mi falta de intensidad constante. Intentó ir con otros manes al bar, para que me alterara; intentó bailarme de cerca, para luego negarse a bailar conmigo cuando fuera quien la invitara; intentó hacer de cuenta que yo no existía toda una jornada nocturna y a mí simplemente no me produjo más que risa. Lo otro fue que por mucho que me gustara, no lográbamos entendernos bailando. Vamos a decir que tenía una forma de bailar bastante "autónoma". Un día se cansó, me reclamó y empezó a aparecer cada vez con menos frecuencia. 


Los encuentros semanales se convirtieron en mensuales, yo también empecé a salir menos, había noches que prefería pasarlas dibujando. Creo que ya era mayo, ya era 2015, y ella apareció por penúltima vez, a las 3 de la mañana, a ver si quedaba algo. Terminamos en mi casa, ella reprochando mi falta de interés, yo justificando mis escuetas intenciones. Durmió allá, salió de madrugada. Tardó un par de meses en reaparecerse.

lunes, 30 de julio de 2018

Una constante condena al pasado (parte 1)


Michael lo dijo muchas veces de una manera muy particular que siempre me causó gracia desde el día que nos conocimos, por allá en enero del 2005. Me miraba a los ojos con cierta complicidad, dejaba ver esa sonrisa de nea paisa, que puede ser al mismo tiempo tan enternecedora como amenazante, y me reprochaba “este man con esa carita de nerdo y de niño bueno, es más vago y necio que yo”.  Nunca fuimos muy amigos, éramos tan distintos que había pocos intereses comunes que nos acercaran más allá de la compinchería que surgía cuando estábamos parados frente a la profesora  de turno intentando explicar por qué no habíamos hecho nuestras tareas. Aún así, la empatía existía; a veces, incluso, me escogía no de último para su equipo de fútbol que porque era bueno defendiendo y era cierto, tenía la habilidad no construida de meter la pata en el momento justo para sacarle el balón al contrincante o para resistir con mi empeine el batacazo que alguien soltara. Sospecho que sigo siendo bueno para meter la pata en el momento justo.

Esta historia extensa comienza en donde la dejé hace cuatro años, un par de meses antes de abandonar por completo este blog. Tal vez era febrero y yo acababa de pasar a los 22.
Vamos a empezar de manera concreta: me enamoré de una mujer casi casada. A partir de aquí es pertinente anunciar que los nombres usado serán para darles un esbozo de identidad a los rostros que no pienso dibujar, en unos casos por temor, en otros por respeto, en algunos más por cobardía; al final, lo que importa aquí son las historias que compartí con estas personas y no quiénes son. Llamaré a la mujer “casada” Agustina.

Habíamos coincidido por primera vez el diciembre inmediatamente anterior, por coincidir me refiero a que yo la invité a salir, y para la época de mi cumpleaños ya había descubierto lo mucho que me gustaba coquetearle y hablábamos abiertamente sobre el tema; de la relación que tenía con otra persona nunca, qué necesidad había. Varias veces discutimos sobre el encanto de coquetear en contraposición a conquistar, lo diferentes que eran, lo mucho que se confundían y lo triste que era, como hablando de nosotros sin mencionarnos. En medio de aquellos meses de incertidumbre planeada apareció como de la nada María Patricia y con ella llegó, además, la época de las Marías. Con ésta estrené algo que, para serles sincero, nunca había sentido hasta su llegada: el deseo notorio y fuerte por mí de alguien que me gustaba. Sonará a una bobada, pero así fue. Aquí es donde me gustaría retomar las palabras de Michael, porque si bien siempre tuve claro que podía ser más vago que él con ventaja, la necedad siempre la puse en duda. Pues bien, para esta época de mi vida, me sentía plácido de estrenar esa necedad que parecía yacer en mí desde hacía más de una década. La necedad y con ella el cinismo, la desidia y el orgullo de quien se siente encumbrado.

De ella debo decir que me gustaba mucho, aunque fue por poco tiempo. Sus ojos grandotes y sus dientes saltones me encantaban. Me gustaba mucho, también, lo mucho que yo le gustaba. Nuestro problema fue al mismo tiempo de intereses comunes como de expectativas. Yo estaba ensimismado en un deseo egoísta de acumular historias de amor, ella parecía querer construir algo más permanente. Ilusos los dos al creer que podíamos llegar a un acuerdo sin si quiera mencionarlo, imbécil yo al irme con sólo una actitud distante y un “tengo derecho a buscar lo que quiero”.

A María Pe. Siempre le quedé debiendo una disculpa, que me negué a dar por orgullo.

Para esta altura, en la que la primera María de esta narración y Agustina parecían historias lejanas, anécdotas, ilusiones truncadas o simplemente malentendidos agrandados, yo seguía  en mi empeño de coleccionista. He de aceptar que lo disfrutaba y como si mi dicha no pudiera ser mayor no tardó en aparecer Antonia. Siempre he tenido una fascinación por las mujeres mayores y si bien ella no me llevaba más de un lustro, era más una mujer de lo que yo era un hombre. Con ella descubrí lo que es tener un espacio como guarida para el romance.  La intensidad fue mucha; la duración, de nuevo, no fue tanta. Era una mujer hermosa, como pocas veces he visto de cerca. Recuerdo que mi padre la llamaba despampanante. Mi padre, y muchos otros hombres. Salir a la calle con ella era, inevitablemente, desaparecer a su sombra y no me molestaba mucho. Durante nuestra primera cita entendí que la necesidad de la compaginación a la hora de bailar para sentirme plenamente interesado en una persona, que cualquier otro tipo de atractivo que una mujer pudiera despertarme desaparecería, eventualmente, si no me sentía a gusto. Y bailamos, bailamos mucho; en nuestra primera cita, en nuestra segunda cita, antes de comernos por primera vez, cuando estábamos en la luna de miel de los primeros meses juntos, bailamos mucho incluso el día que nos despedimos definitivamente. Hemos vuelto a bailar después. Antonia tenía la particularidad de reprocharme poco, de alcahuetearme mucho y de alterarse con mucha gente menos conmigo. Fue la primera vez que experimenté la completa sinceridad romántica. Una noche, en medio de los deseos crecientes le confesé por primera vez en mucho tiempo, mis miedos enmascarados en actitudes cortantes y trato lejano. Además con ella, incluso, supe lo que era sentir amenazada mi integridad física por culpa de los celos de sus amores pasados. Fue un amor bello. Las diferencias, si es que se les puede llamar así, llegaron demasiado pronto. Básicamente sus fantasmas y la tranquilidad que me daba ella a mí, eran incompatibles. Una noche, sentados en medio de un bar familiar, aclaramos términos. Yo puse las condiciones del contrato, ella decidió no firmarlo y salimos de allí a bailar nuestro amor por última vez. Me fui antes de su cumpleaños, que siempre han sido épocas tan duras para mis historias de amor. Si mis relaciones las tuviera que medir no en meses de duración, sino en cumpleaños celebrados, creo que no me daría el alma para volver a enamorarme.

La última noche que me visitó con intención de remover los cariños asentados, una de sus amigas me reclamó por ella en una conversación muy amena para el contexto, con un par de tragos y con la misma sonrisa picarona y desafiante de Michael, la canallada que era que con esta “carita de niño bueno” fuera un tipo seco y frío. Ella medio sonreía, éramos los últimos del bar. Por la vergüenza del reclamo del que me sentí justa y fuertemente culpable, fui incapaz de irme con ella al finalizar la noche y establecí el punto final.

Se acercaba el fin del 2014. Bailaba, esta vez sólo, cada vez de manera más frecuente y hasta enfermiza, me emborrachaba tres y cuatro veces a la semana, conocí gente que hoy sería incapaz de distinguir, hablé con miles de personas en inglés, francés, italiano y una vez hasta intenté el alemán.

Besé un par de alientos, toqué varios cuerpos y acumulé historias que ni siquiera yo puedo recordar del todo hoy. Cumplí el objetivo que me había impuesto. Aun así, algo me impulsaba a seguir haciendo de la noche una guarida, sabía que me faltaban cosas. Sabía que había más que se acercaba con un rugido estremecedor.

viernes, 27 de julio de 2018

Vuelvo a ti


Hace justo cuatro años, menos cuatro días, abandoné este espacio en un intento tonto de reforzar mi capacidad discursiva más allá de la redundancia y el rimbombante refugio del lenguaje textual. Quise  ser más  directo, más conciso, más visual, más certero. Hoy, sin duda, soy más visual pero de todo lo demás poco hay. Tarde, como siempre, entendí que no hay lenguaje que lo pueda narrar todo; tarde, como siempre, regreso.

Bien ¿qué ha pasado en este tiempo?  Muchísimo y material para llenar renglones de este blog no faltará por un largo rato. Sigo abandonando  cosas, sitios y personas que amo por esos malditos arranques de creer que debo renunciar  a éstos para poder avanzar. He sido infeliz muchas veces con un gran paréntesis de dicha en medio, dibujo mejor, cocino mejor, encontré un refugio en  el baile que perdí, llevo poco más de un año inmerso en una rutina agobiante  de la que no encuentro  salida, conozco mejor a mi padre, constantemente renuncio a ser feliz, he abordado cientos de causas perdidas, puedo huir menos de mí, me parezco más a mi padre, tengo whatsapp e instagram, le cogí gusto a bañarme por las noches, saqué diplomado en desayunos entre el amor,  esta ciudad me agobia cada día más, extraño más noches que antes, aprendí que mi terquedad es inconmensurable y me levanto cada día con ganas de dedicar una canción de plancha diferente.
Cuando me fui juré no regresar  sin haber cumplido mi meta. Pues bien, regresé antes de lo imaginado, derrotado y sin propósito; con deudas éticas y económicas. Aporreado de mil maneras y viendo la situación completamente desesperanzadora.

Como ya lo cantó Manolo Otero, “Vuelvo a ti”, con la voz cínica y vergonzante de quien regresa a buscar el refugio de quien decidió, decidió mal e intenta enmendar sus errores inmerso en un gesto de gallardía y grandilocuencia pero manchado de innegable torpeza.

“Otros caminos quise andar”,  pero cada paso que di siempre me condujo de regreso al vacío dentro del pecho que le nombraba desesperado, carente e incierto; tanto que a esta altura no sé si hablo de este espacio o de alguien más.